El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 21 de septiembre de 2013

El cambio

Hay veces que pienso que todos los esfuerzos que hacemos a diario para cambiar ese mundo son en vano. Se que se han ido logrando muchas cosas, me lo dice mi conciencia histórica, y sé que la lucha es larga y dura, que a veces se pierden batallas y uno se desanima y no logra levantar la cabeza, mas luego llegan los compañeros de lucha y le levanta. Soy consciente de todo ello y no pierdo la esperanza de que algún día, algún día amanecerá igual para todos.

Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que si queremos que amanezca un mismo sol para todos, tenemos que apostar más fuerte, tenemos que empezar por desmontar piedra por piedra los cimientos de esta civilización, empezando por nosotros mismos, y volver a nacer. Desde cero, pero no vacíos. Sin ropas, desnudos, pero vestidos por dentro. Que en nuestro interior quede la huella indeleble de todos nuestros errores pasados, ya aceptados y transformados en energía regeneradora.

Tenemos que ser capaces de dar ese paso, de comenzar la deconstrucción de nuestro ser y nuestra sociedad. Vivimos atrapados en un sistema que creemos único y nos empeñamos en cambiarlo, modificarlo, corregirlo, reorientarlo, sin darnos cuenta de que damos vueltas en círculo: el sistema no da más de sí. Tiene una serie de combinaciones finitas y ninguna de ellas nos va a proporcionar ese sol que es igual para todas las personas todos los días de la vida. El paso que tenemos que dar para cambiar tiene que llevarnos fuera de ese círculo concéntrico en que vivimos, debe cruzar la línea.

Nunca me ha gustado la palabra radical. Pero cada vez estoy más convencido que el amanecer llegará con cambios, con acciones radicales. Las reglas del juego nos tienen las manos atadas, es hora de empezar a saltarse las reglas. Es hora de comenzar a deconstruir, a renacer, y ese renacimiento debemos comenzarlos dentro de cada uno de nosotros. Ése debe ser el comienzo. Que nadie piense en revoluciones, en actos de anarquía contra el sistema, en manifestaciones cargados de piedras y bombas incendiarias y ni en robos y repartos de riqueza a lo Robin Hood. Debemos comenzar el cambio en nuestro interior. Digamos no a todo lo que nos hace daño en nuestro ser y nos aleja de nuestros semejantes y de la naturaleza. El proceso de cambio comenzará a rodar cubriendo los campos como un nuevo diluvio que fertilizará la tierra y dejará únicamente hombres y mujeres desnudos, conscientes de su pasado, sin miedo al futuro, iguales todos en el presente continuo.

Encendamos la mecha en nuestro interior, y sin miedo, dejemos que el fuego vaya poco a poco saliendo de nosotros y comenzando la purificación de este maltrecho e injusto mundo.

martes, 17 de septiembre de 2013

Sin tiempo

Los indígenas acá en la amazonia tiene la costumbre de ir a visitar a parientes o amigos a comunidades vecinas o a comunidades lejanas, cruzando casi medio país. Estas visitas no son un "hola cómo estás" acompañado de un café, o un almuerzo, estas visitas pueden durar días o incluso semanas, y su duración no queda establecida en la llegada. La frase tan común de "hasta cuándo te quedas" o la más directa aún "cuándo te vas", serían un insulto a la cara del indígena.

Una costumbre, un ritmo de vida, que nos descuadra a los que vivimos en este mundo "occidental y moderno" donde todo se mueve más aprisa y donde el recelo por lo mío (mi tiempo, mi casa,...) se convierte en una pelea constante que nos hace olvidar la verdadera esencia de ser humanos: compartir, tener las puertas del corazón y de casa abiertas, aprender a conocerse y a reconocerse en el otro. Y para ello hace falta tiempo; de hecho, la respuesta de mucha gente seria que no tiene tiempo para ello. ¿Cómo va a dedicar una semana a conocer a sus parientes o amigos, si a penas tiene un mes de vacaciones, o 3 horas libres todos los días, o 30 minutos para comer? ¿De dónde saco el tiempo?
Por más que uno reprograma su día a día, su calendario, sigue sin encontrar tiempo, y seguirá sin encontrarlo, pues la solución no pasa por reprogramar nuestra vida, sino en reprogramarnos nosotros mismo. El tiempo es el mismo, los segundo pasan a la misma velocidad para todo el mundo, todo lo que hay que hacer es aprender a vivirlo. En una sociedad en la que cada minuto vale su precio en oro, en la que tratamos de hacer la mayor cantidad de cosas en el menor tiempo posible, ya no vivimos aprovechando el tiempo, nos hemos convertido en esclavos del tiempo.

La solución a nuestro mal del tiempo pasa por aprender a vivir sin ser esclavos del tiempo, absorbiendo las experiencias y los momentos en su totalidad sin preguntarnos cuánto duran, cuánto tiempo puedo dedicar a ello. Aprender a visitar a los amigos como lo hacen los indígenas puede ser un buen ejemplo, aunque quizá sea un ejemplo muy radical para empezar. Muy poca gente tiene la posibilidad de dejar su vida aparcada y irse a caminar y conocer gentes como en aquella película de Otar Iosseliani, Luni Matin. Aunque cada vez estoy más convencido de que los males de este mundo se curarán con cambios y decisiones radicales, reconozco que a mucha gente le hacen falta primero pequeños empujones para luego arrancar de una vez.

Un buen ejercicio en este aspecto, y uno que normalmente no aparece en las listas de ejemplos sobre "cómo aprender a vivir con lentitud", es el compartir espacio con una comunidad religiosa. A muchos les sonará esto a conversión y lavado de cerebro. Dejen sus prejuicios a parte, dejen sus creencias o no creencias a un lado. Hoy día cada vez son más los monasterios que abren su hospedería a personas que necesitan "desconectar" durante un tiempo de la ajetreada vida moderna, y que, como suele suceder no son capaces de desconectar por sí mismos. Lugares como comunidades religiosas, monasterios, centros de espiritualidad, ofrecen ese espacio para que uno descanse, se relaje, respire profundamente y comience a conocerse a si mismo. No es necesario un proceso religioso, ese proceso puede venir o no después según cada persona. Es un proceso espiritual, para volver a encontrarse con un mismo y con los demás.

"Conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses". Aprende a respirar. Aprende a dejarte cuidar. Aprende a liberarte del tiempo. Una buena medicina para ello es sin dudas dejarse atrapar por esos lugares donde el tiempo no marca las horas, donde las personas que los habitan no se han dejado esclavizar por el tiempo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Aprendiendo a gritos

Esta mañana, ayudo a dar una nueva mano de pintura a la iglesia, acá en el Cañón de los Monos, donde paso unos días con la familia carmelitana -mis tres tíos, carnales o no-, echando de paso una mano a lo que haga falta, hasta que me llegue el turno de empezar mi nuevo trabajo.
Mientras pinto la iglesia, las voces de los alumnos y los profesores de la escuela primaria del otro lado de la tranquila calle resuenan en mi oídos. "A, B, C, D, E," o "Azuay, capital: ¡¡Cuenca!!" Durante una hora, repaso en voz alta el abecedario, las provincias y capitales del Ecuador, las tablas de multiplicar... Y mientras la brocha sube y baja por la pared, me pregunto si lo que hay a mis espaldas es una escuela o un campeonato por ver quién grita más alto.
Tengo la sensación de que el niño que repite a todo pulmón las letras de alfabeto compite con su compañero del salón vecino que aprende las tablas de multiplicar, guiados ambos por la batuta de un inusual director de orquesta de saberes a gritos. Al final todo se mezcla en una cacofonía en la que las letras del alfabeto contestan a los nombres de las provincias que se multiplican por 3.

No voy a repetir otra vez lo de "lo eficaces que resultan las técnicas de repetición" ya lo expliqué en otro momento en este blog y bastante peleé el año pasado para intentar cambiar tan antediluviana y atroz técnica de enseñanza. La "m" con la "i": mi... Quizás hay que ir más despacio pedir primero a los maestros que, por favor, dejen de gritar y hacer gritar a todo el mundo. Esto no es un concurso de gritos. Al final, uno acaba por no saber si está escuchando a un maestro al albañil de la obra de enfrente que grita a todo pulmón: "¡Manolo, pásame la mezcla!" y recibe su consiguiente  y mecánico "¡Ya va!"

Vivimos a gritos, nos crían a gritos, nos comunicamos a gritos. "¡Acabaraste la sopa, carajo!, le grita la mamá al bebe, al tiempo que este rompe a llorar lo más fuerte que puede. Luego en la escuela aprende la tabla de multiplicar repitiéndola a pleno pulmón, para después acabar gritando desde la puerta del bus "¡A Quito, a Quito, a Quito!" o hablar a voces por el celular por culpa de la maldita mala señal, mientras escucha al político de turno da su discurso berreando cada vez más fuerte como si el volumen de las palabras sirviese para convencer a más gente.

El único momento de la vida en que no gritamos y todo está en silencio es cuando nos entierran, aunque quizás no tarden mucho en gritar "¡Al hoyo!" mientras bajan el ataúd. Esperemos que nunca se llegue a tal extremo.

Mamá, guarde la zapatilla. Señores profesores, bajen la voz. Comencemos a conversar, dialogar y crecer sin gritos. Verán que la comunicación y el aprendizaje mejoran.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Nuevo comienzo


Paso la página. Comienzo un nuevo capítulo de la novela, lleno de emociones, intriga, miedo. Quiero ojear el libro, pasar rápido varias páginas del final para hacerme una idea de lo que va a suceder, buscar el índice para intentar adivinar el contenido de los futuros capítulos a través del título.
Nada de esto sirve en este caso. Este libro es mi propio libro, un libro en el que sólo puedo volver atrás y leer las páginas que he escrito. Las siguientes, permanecen todavía en blanco, esperanzo impacientes a que los días de mi vida las rellenen poco a poco, sin pausa, unas veces con la letra apretada cargada de la velocidad y la impaciencia de la emoción, otras con letras temblorosas que ocultan miedos e incertidumbres, otras con letras bien formadas, escritas en días esos días en los que el corazón latió con el ritmo del sol, viajando en ese carro celeste, de oriente a poniente, para descansar en plácidas noches de luz de luna.
Hay veces que quisiera volver atrás, borrar algún capítulo, arrancar alguna página, reescribir mi historia pasada. Tampoco eso es posible. La vida es única e irrepetible, y está grabada en nuestros huesos y nuestra alma, y permanecerá ahí como un libro impertérrito al tiempo, hasta que llegue ese día en que alguien escriba por nosotros la última página esparza las anteriores al viento.

Hoy siento sosiego y descanso al pasar la página. Es una de esas ocasiones en que uno siente haberse liberado de un peso, síntoma de que finalmente ha hecho las paces con un pasado -remoto o cercano- y ha aceptado a su vez su presente. Sólo entonces puede uno continuar escribiendo el futuro. Atrás quedan unas páginas, algunas de las cuales me gustaría volver a escribir, pero en general, no me avergüenzo ni arrepiento de ninguna de las páginas de estos tres últimos años: es más la insatisfacción del pintor protagonista que quisiera retocar una y otra vez su obra hasta lograr esa perfección que no logrará porque la perfección no existe.
Tres años, algo más. Gentes, vivencias enseñanzas. Mi miedo estaba en que quedasen olvidados y enterrados, en quedar olvidado y enterrado en ellos, en no poder volver quizá a leerlos, a caminar por esos caminos que ya caminé sin la sensación de que ya no existen más. Hoy me doy cuenta que no es así. Nunca podré volver a caminar los años pasados, pero no me importa. No es eso lo que anhelo. Quiero ver las semillas crecer, quiero volver al árbol que sembré, al amigo que cultivé, y reconocerle a pesar del paso de los años, compartir con el un instante de tiempo, un abrazo una sonrisa... y caminar, seguir caminando por la senda de la vida, esa que mancha nuestros pies con una sangre vital que se torna tinta indeleble sobre el libro que cada uno de nosotros escribimos.

Se que volveré a los lugares que caminé en el pasado, y sé que me reconfortaré en ellos en el presente, sentado bajo la sombra de un viejo árbol, con viejo amigo. Sin añoranza de años que fueron, de años que pudieron haber sido. Satisfecho de mis hojas pasadas, sereno en mi presente, caminando en mi futuro.