El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

viernes, 30 de agosto de 2013

La espera

Acabo de terminar de leer el libro Elogio a la lentitud, de Carl Honoré. Me lo topé por casualidad revisando la biblioteca de mi tío, y como me han recomendado que me tome la vida con calma y no corra, me cayó simpático el título. El libro muestra distintos ejemplos que se están dando en nuestros días de desacelerar el ritmo de las diferentes facetas de la vida.
Después de leerlo, me identifico con prácticamente todas esas tendencias del llamado movimiento slow (lento, en inglés), incluso diría que practico inconscientemente algunas de ellas, y sin embargo, continuo acelerado. El título de esta entrada del blog es perfecto ejemplo de ello: después de escribir "La espera" en el encabezado de la entrada sufrí una especie de déjà vu: ¿no he escrito esto antes, aquí mismo en el blog? Una búsqueda rápida en mi blog no hizo sino confirmar mis sospechas: tengo otras dos entradas anteriores con el mismo nombre.

"¡Que impaciente eres! ¡Frena, relájate, compañero!". Me contestó mi voz interior otra vez. Luego surgieron de nuevo los interrogantes ¿Por qué, por qué me desespera tanto esperar, por qué lo quiero todo al instante? ¿Por inconformismo? ¿frustración? ¿miedo? ¿inseguridad? ¿velocidad inyectada en la sangre y la mente por un mundo que gira a una velocidad cada vez más vertiginosa? Quizá sea un poco de todo.

Estos días "descanso" mientras espero que llegue el momento de recoger los bártulos e irme a mi nuevo lugar de residencia y trabajo, y comenzar algo nuevo. Aunque me cuesta decidirme por los cambios, enseguida me emocionan las nuevas perspectivas, los nuevos retos. Sin embargo, siento que no es eso lo que hace que estos días me suba por las paredes, es más la necesidad de estar ya haciendo algo, de sentir la actividad y el movimiento, y por más que me repito, el "tranquilo, relájate", no logro hacerlo.
Nunca he sido la clase de persona capaz de sentarse en la playa estirando una cerveza y mirando el paisaje horas y horas, durante varios días, disfrutando de unas vacaciones. Tengo que hacer algo. No soy de los que se llevan trabajo en vacaciones, tampoco es eso, pero esté donde esté de vacaciones, acabo con un mapa turístico de la zona haciendo pequeñas excursiones diarias. Del hotel y todas sus comodidades, lo único que aprovecho es la cama para dormir en la noche después de estar todo el día en otros lugares. Incluso cuando me quedo sólo en algún lugar donde no hay nada que hacer, hago algo: escribo, leo, reorganizo del nuevo el cuarto para volverlo de nuevo a su orden original, formateo y reconfiguro por enésima vez mi conputadora, ... Lo que sea con tal de no estar quieto. Por eso, cuando la espera, el tiempo sin hacer nada, se alarga más de lo normal, no hay  libro, película, o pasatiempo vacacional que me distraiga.

"Aprende a aburrirte" me dijo un buen amigo.  Cada vez pienso más en su consejo, he intento aprender a aburrirme a diario, y doy gracias al gente que me dicen "tómate el tiempo que necesites para descansar", "te esperamos sin prisas" y otras frases similares, pero, en mi naturaleza de ser sigo queriendo correr y hacer las cosas "a tiempo".

Desde luego los parámetros de ese "a tiempo" son muy variables, según la época, la sociedad, la forma de encarar la vida, en resumidas cuentas. Yo sigo con el planteamiento de vida de este mundo moderno acelerado que exprime al máximo cada minuto del reloj. Desintoxicarse de este culto a la velocidad es difícil y requiere mucho, mucho tiempo, un tiempo "distinto" que hay que aprender a vivir. Por eso estos días, trato de borrar de mi mente el impaciente concepto de "espera" y retomo mi tantas veces abandonado curso de "aburrimiento".

miércoles, 21 de agosto de 2013

Mama

Mama intiwan tutamantapi hatarin,
mama yayata muchin
mama wawata tutun,
mama sinchimi llankan
mama mishkimi yanun
mama wawata markan.

Mama wasita kaman,
mama unkuyta hampin
mama wawata kuyan
mama mana sampayashkami

Wakin kati mamaka wakan,
tukuy puncha mamaka asin,
mama mana manchan.
Mama yurak shina shinchimi kan,
mama inti shina kunukmi kan,
mama sisa shina amukmi kan,
mama wawata kamachan.

Manchados de sangre

El televisor chorrea sangre estos días, y una vez más, nadie parece alarmarse. Todos se sientan delante de la pantalla y contemplan el horror como si se tratase de una ficción más. Cifras y estadísticas e imágenes de violencia, de muerte: cuerpos muertos cargados por otros cuerpos aún vivos pero ensangrentados, cuerpos muertos cubriendo plazas y calles.

Hoy es Egipto. Ayer era Irak, o Afganistan, o Rwanda, o Bosnia. Estos días regresa a mi mente la imagen de las personas haciendo cola para conseguir agua en Sarajevo, muriendo una a una asesinadas por francotiradores ante los impasibles ojos del mundo.
No se cuantos murieron ayer o antes de ayer en Egipto, mi mente ha borrado el horror de las cifras y me ha dejando solo, una vez más con el espanto en el alma, inmóvil frente al televisor preguntándome una y otra vez ¿por qué, por qué, por qué tenemos que seguir siendo testigos impotentes de tanta barbarie?
 No importa donde sea la matanza. No importa el color de la piel, el idioma de la gente que muere. Es sangre de mi sangre. Es sangre tu sangre, es la sangre que corre por tus venas mientras lees estas líneas. ¿Como podemos entonces permanecer impasibles? ¿Como podemos hacer estadísticas, buscar explicaciones y justificar guerras, matanzas, genocidios y actos similares?

La comunidad internacional despertó un poco ante las imágenes se Sarajevo. No se si esa comunidad internacional despertará ahora o seguirá dormida bajo las somníferas drogas del sistema. De lo que si estoy seguro, es que el Sistema el que crea conflictos, cambia gobiernos, asesina personas y justifica sus actos con estadísticas de crecimiento, aunque este esté construido sobre el altar del sacrificio de seres humanos a un dios que no es tal.

Y aunque rehuyo una y otra vez esos atroces cultos que sacrifican vidas humanas, creencias y valores a falsos dioses creados a imagen y semejanza de quienes los adoran, me veo atrapado en ellos, atrapado en las garras de este sanguinario sistema, comulgando en parte con él al disfrutar de él y cerrar la mente y el alma, impasible, a esas atrocidades que el televisor nos muestra como "pequeños defectos" del sistema.

¿Están mis manos machadas de sangre?


Who held the rifle? Who gave the orders?
Who planned the campaign to lay waste the land?
Who manufactured the bullet? Who paid the taxes?
Tell me, is that blood upon my hands?*
Pete Seeger, Last train to Nuremberg, 1971

*¿Quien cargaba el rifle? ¿Quién dio las órdenes? / ¿Quién planeó la campaña para asolar la tierra? ¿Quién fabricó la bala? ¿Quién pagó los impuestos?/ Dime, ¿es sangre eso que cubre mis manos?

Vientos de cambio

Nací a los siete meses. Es un momento difícil. No lo recuerdo, pero por las veces que me lo han contado, puedo recrearlo en mi mente.
Dice mi madre que desde ahí me viene mi insatisfacción constante, mi necesidad de salir, de cambiar, de buscar, de probar nuevas formas de vivir.
¿Será algo común entre los sietemesinos esta necesidad constante de cambio? Conozco ya a varios, entre ellos buenos amigos, y la verdad, no son gente que se quede con el culo pegado al mismo sitio durante mucho tiempo.
¿Y si es así, si mi sino es continuar siempre buscando, probando, por qué me cuesta tanto tomar la decisión del cambio? Admiro a amigos, que, sin pestañear dos veces, dicen "hasta aquí", y cogen la maleta de la vida y buscan otro lugar. Yo, para mi desgracia, busco seguridades (al menos a mi me parecen seguridades) y me ato a compromisos que me agotan y me llevan a puntos muertos, que no me atrevo a romper, como una pareja que, después de años de matrimonio, y reconociendo que "la cosa" ya no funciona, no se atreve a dar el paso y abrir de nuevo las alas, cada uno hacia nuevos rumbos.

Como el filósofo, yo pienso, escribo y medito sobre el momento que vivo, intentado buscarle una razón para seguir viviéndolo. ¿Será que espero demasiado de las personas, tanto que no soy capaz de aceptarlas como son, con sus bondades y defectos, dando lo mejor que saben en el lugar donde están? ¿Será que pongo metas demasiado altas a mis proyectos?
Tantas cosas dan vueltas en mi mente. Y al final la vida sigue, y como un nómada, sigo caminando, buscando nuevos lugares, tachando del mapa de mi vida aquellos en que ya he vivido, siempre avanzando sin volver atrás, salvo para reencontrarme con esa nostalgia que no deprime sino que da fuerzas y herramientas para continuar construyendo la vida en nuevos lugares, en nuevos proyectos.
Atrás van quedando vivencias, errores, arrepentimientos, amores satisfechos o no, momentos de júbilo, amigos, pasajeros que se cruzan a lo largo del destino. Al frente, la incertidumbre y esa pulsión eterna que hace seguir buscando.

Dolor de cuerpo

Cuando duele el cuerpo
y vibra el alma
es que ha llegado el tiempo
de levar anclas,

de soltar amarras
y dejar el puerto,
de desplegar las alas
de nuevo al viento.

Duele dejar la casa
no existe el partir sin miedo,
atrás una vida soñada
adelante un sueño nuevo.

lunes, 19 de agosto de 2013

Un mercado en la arena

Es domingo y son  las 8 de la mañana. La playa está casi desierta. Algunas personas pasean y otras aprovecha para hacer deporte mientras las garzas picotean entre la espuma de la orilla, sin miedo de los humanos. Poco a poco, una serie de personas van apareciendo en la playa. No se bien de donde han salido, son como fantasmas diurnos que aguardaban escondidos entre los rascacielos y casas de la orilla a que llegase la luz del día. Vienen cargando barras de metal y toldos, también sillas. Sin pausa pero sin prisa comienzan a montar una serie de carpas en dos o tres hileras a lo largo de la playa. Adelante, las sombrillas para dos o tres personas, atrás las carpas para clanes familiares. Terminado el despliegue comienza a pasear por la playa, sin perder de vista sus carpas,  oteando a los primeros clientes. Poco a poco, las pocas personas que paseaban o hacían deporte se van yendo; las garzas alzan el vuelo. Me paro al borde de la playa echo una última mirada al mar. Ahora una barrera de carpas y sombrillas con estampados de publicidad se interpone entre mi mirada y la orilla del mar. Me doy media vuelta, vamos a desayunar algo y de ahí a misa.

A las 11, la playa es un verdadero hormiguero. Sin embargo, prácticamente no encuentro a niños afanados como hormigas construyendo castillos de arena, cavando infinitos hoyos o enterrando a alguien. Las barreras de carpas y sombrillas han aumentado, y prácticamente todas están repletas de gente sentada en sillas y tumbonas, escondiéndose del sol, de niños que corren a la orilla y vuelven rápido al refugio de la carpa sorteando el laberinto publicitario de sombrillas, sillas y postes. A penas hemos puesto un pie en la playa se acerca una persona:
-¡Venga, venga, acá una carpa, a la sombrita! Sólo 5 dólares ¿Quiere ir a ver a las ballenas? Ya mismo sale un turno.

El tipo nos ha enganchado y nos conduce a una carpa verde -de las pocas que no están patrocinadas por algún gran almacén, banco o compañía telefónica-, con 3 sillas de plástico y una tumbona regulable de madera. Mientras guarda sus 5 dólares me fijo bien en él: Va completamente vestido, con jean, zapatos y una riñonera donde guarda la plata. Se despide con una sonrisa y se va al fondo de la playa donde recoge las piezas de una carpa sin montar: se ha llenado la hilera y toca montar otra más.

No me apetece bañarme todavía así que me siento en una de las sillas a practicar mi deporte favorito: observan el paisaje natural y humano de la playa. A mi derecha -¡milagro!- unas niñas se dedican a enterrar a otro niño en la arena, más que sea debajo de la carpa -porque realmente no tienen mucho más sitio. A mi izquierda una familia conversa mientras come algún aperitivo que parece almuerzo y llama una y otra vez a un vendedor ambulante para comprarle colitas, o cerveza, o algún tipo de artesanía. De echo, la playa es un auténtico enjambre de vendedores: sorteando entre las carpas, las sillas, las sombrillas, los niños que corren, transitan vendedores de lo más diverso ofreciendo mil y una cosas a cual más inverosímil: agua de coco, empanadas calentitas, gafas de sol, manillas, aretes, artesanías de tagua, maní tostado y habitas... Ahí va una señora empujando un carrito enorme gritando "helados de paila", detrás de ella un tipo negro que parece hermano de Bob Marley ofrece aceites naturales como protector solar; por la derecha regresa el tipo de las empanadas y tras él aparece el hombre-sombrero: una especie de montaña de paja toquilla coronada por una docena de sombreros ensartados unos en otros.

Intento escapar de la compulsiva venta ambulante oculto tras mi libro, pero ni por esas.
-¡Jefe gaviotas!
De pronto un par de blancas gaviotas de madera de balsa pendiendo de un hilo revolotean por encima de mi libro.
-¿Quiere una pilsener? 
-¡¡Trencitas, tatuajes!!
Tengo la sensación de estar metido en medio del mercado mayor del pueblo. Un tanto desconcertado, he incómodo, miro a mi alrededor buscando algo de esa semblanza de "tranquilidad y relax en la playa". A mi derecha, la familia a aumentado a auténtico clan: tíos, tías, abuelos, el bebe corriendo, el niño que viene corriendo con la "tetita" para el bebe...

Finalmente me paro con intención de caminar hasta la orilla y salir del bullicio de vendedores y familias sui-géneris, pero mi intento se ve truncado por el espeso tráfico de vendedores diversos que circulan entre las sombrillas y carpas, haciendo del caminar por la playa un auténtico deporte de riesgo. Caigo de nuevo en mi silla plástica y me resigno a mi lectura interrumpida por las ofertas más estrafalarias: puzzles de dinosaurios y superhéroes, cuadros (¡enmarcados y todo!) con motivos costeros,.... La última cosa imaginable, se puede comprar en la playa.

La mañana llega a su fin, y levantamos puesto para ir a almorzar a algún sitio. De pronto, un tipo nos asalta en la misma carpa de playa con unas cartas de restaurant
-¿Les traemos el almuerzo a la playa? ¿Ceviche de camarón, arroz con camarón, camarones apanados? 
Miro de nuevo a la familia de la carpa de al lado, que no ha parado de comer algo en las dos horas que llevamos en la playa. Siguen comiendo y han pedido ya esos camarones apanados, no se sabe bien si en pan o arena de playa. Con un "no muchas gracias", apartamos al tipo del almuerzo en la playa y comenzamos la el camino de regreso al bullicio de las calles. El del alquiler de carpas y sombrillas nos saluda sonriente.

Mientras me sacudo la arena de los pies y me calzo mis tenis, sentado en el borde la vereda, observo una vez más esta playa convertida en un improvisado mercado un domingo por la mañana: realmente es más bulliciosa que el mercado en el centro de la ciudad, es, en cierto modo el ejemplo perfecto del "rebusque" que mueve todavía gran parte de la economía de este país, una verdadera lección magistral de emprendimiento empresarial, digna de ocupar las aulas de la más prestigiosa universidad, un vivo reflejo de capitalismo "en su salsa". Aunque ninguno de sus actores entienda ni media de jerga económica es increíble ver todo el proceso de "lotización", alquiler, y renta de la playa, la publicidad estratégicamente ubicada en sombrillas, carpas, sillas (¡hasta las boyas que marcan la línea de playa están coronadas por un letrero publicitario!), la camaradería y complementariedad de los distintos vendedores,... Todo desordenadamente organizado, para sacar unos cuantos dólares con que aguantar hasta el próximo fin de semana, en que se repetirá esta singular obra de teatro que es la vida cotidiana de estas sencillas gentes.

Vivir sin petróleo (y sin muchas otras cosas)

No hace siquiera un mes que llegué hasta el parque Yasuní, y ahora estos días llega la noticia de que finalmente van a extraer el petróleo que hay en el subsuelo de este rincón de la amazonía. La noticia en sí no me extraña, pues desde que escuché por primera vez al propuesta del gobierno para mantener el Yasuní "intacto", me pareció una propuesta totalmente ilusa: pretender que los demás países del planeta pagasen para evitar que se explotaran los recursos petroleros de este sector de la amazonia era algo que se veía no iba a funcionar. Seamos realistas: al 99% de los países del mundo, les importa una mierda la conservación de la naturaleza. Así de claro.

Me llamarán pesimista, me dirán: ¿no has visto todo lo que se ha logrado en materia medioambiental en los últimos años? Y sí, la respuesta es que sí soy consciente de ello, pero, más que verdaderos logros, me parecen migajas que los distintos países reparten para calmar a aquellos que protestan contra las egoístas acciones de unos pocos.

Pongamos las cosas bien claras: la economía de este mundo, y la de este país -Ecuador, la sigue moviendo el petróleo, y mientras siga siendo así, iniciativas ecológicas como la del parque Yasuní, promovidas por gobiernos u ONGs, seguirán siendo meras falacias. Al final sacarán el petróleo, y cuando se acabe, recogerán la casa, dejarán botada toda la basura, y se irán a otro lugar a seguir exprimiendo el planeta en esta carrera con fin. Lo que no funciona, digámoslo una vez más, es el sistema. El capitalismo es así: engulle, fagocita, consume recursos, ya sean estos materiales o humanos, para seguir sobreviviendo. Sí, sobreviviendo, no creciendo, pues el capitalismo no crece, simplemente cambia el reparto de la riqueza, creando una ilusión de crecimiento en la que lo único que pasa es que lo que se repartían entre 20 hoy se lo reparten entre 5. Y sí, sobreviviendo, viviendo a un ritmo frenético, próximo a la extenuación, para poder mantener un modelo de vida irreal, pues no existe el vivir si no se puede vivir en el presente, un modelo además con fecha límite, aunque está aún esté en un futuro que escapa a nuestra vista.

No me hablen de crecimiento sostenible, no me interesa, no existe tal cosa. Al final, el sistema necesita sus recursos y los obtiene a costa de las propias personas a las que dice beneficiar. Hay que cambiar de partitura, reconocer que el sistema no funciona y cambiar radicalmente.

Un cambio así, evidentemente exige unas renuncias tremendas por parte de todos cuantos vivimos según el sistema actual, pero si queremos dejar de angustiarnos por las atrocidades del sistema, ese cambio radical debe llegar. Todo es estar dispuesto a entregarse a ese desprendimiento, y, aunque reconozco que a mi mismo me cuesta a veces caminar en esa dirección, se que algún día llegará.

Mientras llega, les invito a seguir soñando con ese día, que puede que hoy día suene a ciencia-ficción. Déjense llevar, por ejemplo, por la maravillosa película El planeta libre (La Belle Verte, 1996) de Coline Serreau. ¿No les gustaría un futuro así?

Y mientras se deciden por el cambio, propongan soluciones realistas y no engañosas a los problemas del sistema. Al final sacarán el petróleo del Yasuní -que le vamos a hacer- pero podemos exigir que esta extracción sea lo menos intrusiva posible con el medio ambiente y humano. Hoy día existen técnicas para extraer petróleo prácticamente sin dañar el ecosistema, claro que el sistema puede decirnos que no son rentables ¿Queremos un sistema rentable?

Siento que vuelve a empezar el discurso. Cambiémoslo por otro. Radicalicémosnos. Otro sistema es posible.

martes, 6 de agosto de 2013

Río de gente, río hermano, río de vida

Navegando por mi río dorado
Sol y agua y yo mismo
y sin embargo nunca estuve solo.
Sol y agua, viejos dadores de vida
los tendré doquiera que vaya
y nunca estuve lejos de casa.

Estos últimos quince días he tenido la suerte de poder "perderme" un poco por la selva amazónica acá en Ecuador, pues, aunque vivo en ella, la civilización con su organización y su estrés llega a ella que a veces parece que resulta imposible escapar de ella y uno busca perderse en lugares donde no llegue ese estrés del cronómetro y la burocracia. Cuántas veces quisiera uno escapar al monte, a la selva, donde nada ni nadie le perturbe y pueda uno recuperar su armonía con la naturaleza y su armonía interior.

En cierto sentido encontré ese tipo de lugares, y sin embargo, ahora que regreso a la "civilización" con el espíritu sosegado y reconstituido, lo que más recuerdo de esos lugares en los que fui a "perderme" son las gentes. Las gentes que allí me acogieron, las que hicieron el camino de "limpieza" conmigo, las gentes anónimas que se cruzaron en el río y en la carretera con sus vidas y sus historias también a cuestas.

La luz del sol reflejándose en el agua
la vida y la muerte son todo lo que tengo
y nunca estuve solo.
Vida para criar a mis hijos e hijas
destellos dorados en la espuma
y no estuve lejos de casa.

Fue ese verdadero río de vida el que me acogió en su regazo, me arrulló y me devolvió las fuerzas, me renovó el aire en los pulmones y me enseñó a caminar de nuevo, a navegar por ese río de la vida, con sus sinsabores y alegrías, todas ellas lágrimas que fluyen como las aguas del río, fertilizando a su paso campos y vidas, regalando alimento a la vida y a veces quitándola, manteniendo la unidad y el equilibrio natural de todas las gentes.

Lugares. Personas. Ríos. Un solo  espíritu.

Navegando por esta tortuosa carretera
Viajeros de lugares cercanos y lejanos
y sin embargo nunca estuve solo.
Explorando todos los senderos
avistando todas las estrellas distantes
y nunca estuve lejos de casa.

Las estrofas en cursiva son de la canción de Pete Seeger Sailing Down My Golden River. La letra original en inglés acá.

Río abajo - Nuevo rocafuerte

El puerto no tiene olas, salvo cuando algún otro bote pasa a gran velocidad alterando las aparentemente apacibles aguas del río, que ancho y sin prisas ve al pasar a decenas de personas paseando por el malecón, disfrutando del frescor del río y los árboles, de jugos de frutas exóticas servidos en exóticos puestos; turistas y niños que dan de comer papas fritas a los monos; vendedores de artesanías indígenas y comidas varías.
Un puerto fluvial. Coca es quizá una de las últimas ciudades que vive pendiente de un río, arteria que la comunica con recónditos lugares selva a dentro: mágicos unos, oscuros otros. El río Napo sigue transcurriendo como una autopista natural entre la selva, más sabia, más "ecológica" que las negras carreteras de asfalto que poco a poco le quieren ganar terreno a la selva en este siglo de la velocidad. Llegar a Coca es, en cierto modo, llegar a un balcón que mira atento e impasible a una selva lejana, cambiante, llena de retos y de añoranzas.

Hace ya años que Coca quedó definitivamente unida a la civilización por carreteras (hasta no hace mucho aún sin la negra capa de asfalto) y por un aeropuerto. Decenas de buses recorren hoy las vías Coca-Quito y varios vuelos diarios hacen que las 7 horas de bus parezcan tortuosamente insufribles frente a los escasos 30 minutos del vuelo. ¿Y más allá de Coca?
Ahí es donde todavía comienza la aventura. La selva, si bien ya no es virgen, sigue resistiéndose en estos lugares a recibir a los visitantes con los brazos abiertos: hay que introducirse en ella lentamente, en barcos a través de ríos, con paso lento y cauto observando bien donde se pone el pie, apartando suavemente las ramas de árboles que pueden esconder secretos. Es parte de la aventura de la vida y del aprender con ella.

De todos modos, viajar por el río Napo, no es ya la aventura de un Orellana o un Lope de Aguirre, ni siquiera de los caucheros del siglo XIX, o de tantos misioneros que han surcado sus aguas en los siglos precedentes al nuestro. Ni siquiera tiene el novelesco ambiente de un río perdido en la espesura de la selva por el que circular hacia el corazón de las tinieblas. Todo se tiñe en estos tiempos, de las lenta velocidad de las gentes del lugar, del regateo de pasajes y la desesperación del extranjero que ve impasible como le dicen "no hay" y le convocan a otra madrugada el día siguiente, o como gentes "vivas" se saltan pasarelas, filas, y turnos para subir al barco.
A las 6 de la mañana, el embarcadero empieza a llenarse de personas, que, compitiendo con los pájaros, empiezan con su bullicio a despertar la mañana: pasajeros cargados de bultos y más bultos, desde bolsas de mano pasando por cartones repletos de enseres, cocinas de gas, colchones, motores, y cualquier otro moderno enser que la selva no les provee ni tampoco sus humanas manos; también comerciantes dispuestos a cargar artículos de primera necesidad y alimentos frescos y enlatados que luego despacharán al doble de precio allá donde sólo el río llega; turistas y viajeros con la mochila al hombro y la cámara de fotos colgando del cuello; trabajadores vestidos de azul vaquero (uniforme no oficial de las compañías petroleras) y cientos de vendedores ambulantes que brinca a dentro y afuera del barco vendiendo calientes desayunos, el recién llegado periódico de la mañana o aquella cosa que al viajero se le olvidó comprar ayer o que nunca pensó comprar hasta que la labia de un habilidoso vendedor, ávido por hacer los primeros dólares del día, logró convencerle de que no debía partir sin tan preciado objeto.

El barco, sin horario fijo, parte cuando se llena. Los pocos turistas que van en él, temen que se hunda por sobrepeso. Entre personas y carga no hay donde clavar un alfiler. El destino, Nuevo Rocafuerte, el último puerto fluvial de Ecuador, río abajo, en esa siempre imaginaria frontera con Perú. Diez lentas horas por un río que carga en su vientre vidas repletas de sueños, aventura, penas, frustraciones y ansias de riqueza y dinero.
La primera mitad del viaje transcurre sin parada alguna. El barco o barcaza avanza poco a poco, vadeando los bancos de arena, los enormes troncos que bajan arrastrados por la corriente, ocultos como un enorme iceberg, y las olas levantadas por aquellos con más prisa viajando volando sobre el agua en deslizadores. Acompañando en la travesía río abajo, van también barcazas y remolcadores cargados de contenedores, vehículos y materiales para las distintas explotaciones petroleras que pueblan ambas orillas del río durante sus primeros 150 kilómetros río abajo desde Coca. La tranquilizad y paz del río se ve alterada por un intermitente fluir de estas modernas ballenas de metal, y por los metálicos muelles de los campamentos y pozos petroleros, algunos de ellos tocados por la flameante corona de los "mecheros" que noche y día queman gas sin descanso.

A medio camino el barco se detiene en Pañacocha, un hasta ahora pequeño pueblo que parece vivir de los barcos y los hambrientos pasajeros que se detienen en él a diario y que el gobierno ha decidido convertir en una "ciudad del milenio" colocando en una situación quizá un tanto inverosímil los últimos adelantos de la tecnología en medio de la selva. De Pañacocha para abajo, durante los otros 150 kilómetros que restan para llegar a Nuevo Rocafuerte, el río se torna más tradicional y más puro. Ya no hay explotaciones petroleras, y las riveras se ven jalonadas de pequeños pueblos y chakras (caseríos para el foráneo) que conservan aún su arquitectura de madera y paja, además de pueblos más grandes cuyo estatus lo marca la escuela y cancha cubierta de deportes y algún que otro edificio de cemento. El barco, se detiene para dejar pasajeros y mercancías en playas e improvisados puertos tallados a golpe de pie en las laderas del río.

A Nuevo Rocafuerte se llega en el mejor de los casos con la última hora de sol: el tiempo suficiente para dar una primera mirada a este tranquilo pueblo y secar un poco las ropas después del aguacero que refrescó, quizá demasiado, las cansadas horas del viaje en barco. Nuevo Rocafuerte es en si dos docenas de casas, distribuidas en dos adoquinadas calles paralelas, flanqueadas en un extremo por la misión y la hoy abandonada pista de aterrizaje -realizada hace años por la misión-, y en otro por el hospital, también de la misión; en medio, la casa de la marina militar y el edificio del municipio, hoy medio sin uso por ciertas peculiaridades políticas ecuatorianas demasiado largas para explicarlas aquí. En sí, el pueblo no parece tener mucho especial, y además, se le notan los años: un agradable paseo por el río un tanto abandonado y descuidado; es cuando pasan las primeras horas y uno se deja llevar por el fluir del inmenso río Napo (mide casi 2 km. de ancho en este lugar) que la magia del pueblo se refleja: no hay otros ruidos que los insectos, monos y pájaros de la selva y el lejano ronroneo de algún bote a motor. En Nuevo rocafuerte no hay tráfico, no hay automóviles,  no existe el bullicio de la música y de las calles repletas de gente de las ciudades. La gente parece vivir tranquila, ajena al ruido y a las tensiones y prisas del resto de la sociedad.

Una hora más río abajo, ya en Perú, el pueblo de Cabo Pantoja muestra una vida similar a la de Nuevo Rocafuerte, si acaso más viva y más tranquila. En Cabo Pantoja ni siquiera hay calles para un posible tránsito de vehículos, en su lugar el pueblo, sembrado en una colina a orillas del Napo, está recorrido por sinuosas veredas de cemento a cuyos lados se reparten sencillas casas de campesinos. El pueblo es también parada de los enormes barcos que bajan hasta Iquitos, la gran ciudad peruana de la selva amazónica, situada unos 4 días río abajo, ya en el Amazonas.

Aunque en Nuevo Rocafuerte llega la televisión satelital, hay señal de celular e internet, aunque los más rápidos deslizadores son capaces de cubrir los 300 km. de río que lo separan de Coca en unas 4 horas, aunque el pueblo se encuentra en la entrada del Parque Yasuní, que quizá será a futuro el principal parte natural-atractivo turístico de la amazonía ecuatoriana, hoy todavía sigue siendo un pequeño lugar, allá en la selva, donde la vida corre a un ritmo distinto, donde las gentes miran al río, que día a día se lleva sus penas y les devuelve su alegría, donde nadie parece querer ser más grande que este ancho y largo río, verdadero dios de estas tierras y esta gente.