El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 29 de diciembre de 2012

Tamyankariun

Daisy mashipak, kuyaywan.

El sol brillaba con fuerza en lo alto del cielo. Sus rayos calentaban y secaban poco a poco los campos, los arroyos, y los labios de las personas, cada vez más temblorosos y faltos de esperanza. El verano, extendía sus dominios más allá de sus propios meses y amenazaba no irse nunca.
Con una expresión de incertidumbre en su rostro, miraba el yucal próximo a la casa. Su pelo, lacio y negro, cubría a medias su rostro, tostado por el calor del sol durante treinta veranos. "La cosecha se va a echar a perder este año", pensó. El campo estaba seco. El río bajaba sin fuerza, apenas acariciando la tierra. Apartó su vista de la ventana y observó con cariño su vientre, mientras lo acariciaba con ternura. Se había movido.
¿Cuántos, cuantos meses iban ya? Ya faltaba poco, lo sabía, lo sentía, y ese sentimiento le llenaba de alegría y miedo: tanto, tanto tiempo había esperado a esa hija, ahora por fin llegaba, pero ¿por qué ahora? ¿por qué en este tiempo de incertidumbre, de sequía, en el que parece que la esperanza se secaba como se secaban los labios y la piel bajo el fuego del sol de un verano eterno.
Rucumama, siempre ocupada, siempre tranquila, se acercó a su lado y le acarició el cabello:
-Ama manchay, ama wakay. Tamyankariun, tamyankariun...

Los días pasaban lentos, el sol brillaba con fuerza marchitando poco a poco el verdor perenne de la selva. El trabajo parecía haberse vuelto monótono, los pies le dolían y se sentía cansada; en esos momentos, algo en su interior se movía, recordándole que pronto, habría cambios en su vida. Ella, empujada por ese coraje que sólo las madres tiene, continuaba cargando un peso que llevaba con alegría, intentado adivinar el futuro leyendo a través del polvo que cubría carreteras y caminos, de regreso al hogar cada día, siempre pensativa, mirando a través de la ventana de un bus, o de la casa.
-Tamyankariun, tamyankariun... -las palabras de rukumama resonaban en aquellos momentos de incertidumbre, eran un eco sabio que le devolvía de vuelta a la realidad... y la esperanza, sí. la esperanza.

Y el futuro llegó. Fue una noche oscura. Se despertó sobresaltada, sintiendo un dolor nuevo y conocido a la vez en su vientre. Un dolor bueno que le habló en sueños con la voz de rukumama "Rikchariy, rikchariy, uktalla"! El viento, fresco, soplaba con fuerza moviendo los tules del mosquitero, haciendo sonar las hojas de los árboles como campanas que anunciaban una nueva.
La casa se llenó de pronto de vida: luces que se encendían aquí y allá, unos pies que corrían silenciosos trayendo agua caliente, compresas, unas manos cálidas y fuertes, que le cogían con amor de sus manos, unos labios suaves sobre su cabello y su frente, una vida, que se asomaban con fuerza a través de otros labios, esos que también hablan de amor y de vida. De pronto, un último grito, un llanto, un trueno. Una nueva vida, descansaba en los brazos de mamá con los ojos entreabiertos a un nuevo mundo, a la vez de unas débiles gotas de lluvia comenzaba su repiqueteo en el tejado para convertirse poco a poco en un aguacero, inundando los campos de nueva, renacida esperanza.
-Rikuychikchu? Tamyanmi!- Rukumama contemplaba a la recién nacida, mientras comenzaba a cantar una canción que sonaba a lluvia y era tan antigua como la lluvia misma.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Luz de esperanza

A orillas de un mar en calma,
en un desierto cubierto de luz de luna,
en la selva tropical bajo la lluvia,
en los campos cubieros de nieve blanca;
surge una luz.

En grandes edificios en las ciudades,
en casas humildes de barro y caña,
junto al pastor y el rebaño en las montañas,
entre las rejas y muros de las cárceles;
surge una luz.

En los tristes ojos del desamparado,
en las cálidas manos del que comparte
su casa, su mesa, su suerte,
en las manos cerradas del avaro;
surge una luz.

En la mesa vacía del pobre,
en un corazón repleto de amor,
en aquel que siente un dolor
y para sanarlo su puerta abre;
nace Jesús.



...Feliz navidad a todos...

¿Prácticos o humanos?

Son las nueve y cuarto pasadas. He llegado temprano a la ciudad para hacer papeleo. La última vez me tomó medio día obtener el certificado, así que prefiero ser precavido. Llevo todos los papeles listos, lo primero, al banco a pagar la tasa, que seguro que ya está abierto: rápido sin problemas. Camino en dirección al portal donde esta la oficina oficial a la que voy... 24, 26, 28... he llegado. Me sorprende encontrarme con un local nuevo, en la planta baja, con una puerta automática de cristal tras la cual se encuentra una minúscula sala de espera: una decena de las típicas sillas-banco, un tablón de anuncios colmado de información, una máquina expendedora de turnos y su apéndice: la pantalla de luces rojas donde van desfilando los turnos. No hay nadie, eligo mi opción, sale mi turno impreso en papel y casi al instante sale mi número en la pantalla de letras rojas. Por otra puerta automática de cristal entro en una oficina más o menos grande, dividida en multitud de puestos de atención independientes, separados entre ellos por biombos de cristal traslúcido de media altura, todos con su ordenador, su impresora, su teléfono y su componente humano.
-Buenos días, vengo por un certificado -no se porqué me molesto en decirlo, pues ya lo sabe, el sistema le a transmitido la orden que yo elegí al poner mi dedo en la máquina de turnos-.
-Déjeme los papeles y su DNI.
Se lo entrego todo. Los mira, teclea. Sale un papel, le da la vuelta y lo vuelve a introducir en la máquina. Descuelga el teléfono y dice directamente "necesito una autorización". La impresora se demora más de lo normal. Comentario al uso y mirada nerviosa al usuario que espera. Pocos segundos después:
-Aquí tiene su certificado.
-¿Esto es todo? ¿No tengo que hacer nada más?
-Eso es todo.
-Gracias.

Salgo del local un tanto incrédulo. Camino por las calle un tanto desconcertado, miro el relog y empiezo a pensar qué hacer. ¡15 minutos, a lo sumo me ha llevado unos 15 o 25 minutos el trámite, si sumo el tiempo que estuve en el banco, y eso porque la cajera del banco estaba ocupada cuando entre! ¿Y ahora qué hago? Yo contaba con echar la mañana en la ciudad... y encima ahora parece que quiere empezar a llover.
Decido aprovechar, y, a pear de la lluvia caminar un rato por la ciudad... el centro es peatonal, hay edificios antiguos, la catedral... si se pone a llover, corro a la estación de bus y leo un libro. Mientras paseo, pienso en la última vez que hice el mismo trámite. En la misma ciudad, más o menos a la misma hora, pero hace 4 años. Entonces la oficina estaba en un primer piso o una entreplanta, me costó encontrarla porque el letrero en el portal del edificio no se veía bien desde lejos. Una vez dentro, en un piso, un recibidor con un enorme mostrador de madera, tras el, varios funcionarios trabajando en diversas mesas y dos llendo y viniendo del mostrador, atendiendo a las personas. Se va la persona que estaba delante de mí y un simpático hombre de mediana edad, pelo gris, jersey camisa de cuadros asomándole por el cuello, me pregunta que quiero.
-Un certificado.
-¿Un certificado? A ver, déjame los papeles, el carnet... Ah, veo que ya fuiste el banco. ¿Y el certificado, para qué lo quieres? -No tiene necesidad de preguntar eso, está en los papeles, pero le gusta dar conversación-
-Me voy al estranjero, a Ecuador, de voluntario.
El hombre sonrie.
-¿Voluntarío? ¿Y voluntario en qué exacatamente?
-Me voy de profesor a la selva.
-¡Vaya hay que ser valiente!. Se de la vuelta y se pierde entre las mesas. A los pocos minutos aparece con mi certificado.
-Toma ya está. Ahora tienes que irte al tribuna a que te pongan la apostilla. ¿No eres de aquí verdad? Mira, está cerca de aquí, sales por la puerta y a la derecha todo recto. Es un edificio antiguo, ese que tienes en la foto en ese cuadro.
El hombres señala un cuadro en la pared de la sala. Recién me doy cuenta de que la oficina está decorada con cuadros con fotos de varios edificios históricos de la ciudad. Conozco algunos, incluído el que alberga el tribunal.
-Gracías, sí, creo que ya se donde és.
-Bueno, que te vaya bien, y suerte.

Dí con el tribunal rápido. Vaya edificio. Un antiguo palacio que ahora alberga dentro oficinas públicas. Es una buena manera de mantener edificios patrimoniales. Un guardia civil estaba abosrto sentado al lado del escaner de seguridad. Le saludo y empiezo a vaciar mis bolsillos de monedas, llaves, el móvil. El guardia sonrie:
-Déjalo, déjalo. ¿Donde vás?
-A que me ponga la apostilla en este certificado
-Venga pasa, en el primer piso, justo aquella puerta entreabierta de allí. -Señala con el dedo al segundo piso, justo enfrete el escaner de seguridad, al otro lado del patio cubierto que ocupa el centro del edificio.
En la oficina de las apostillas, me reciben los papeles y me dicen que vuelva al día siguiente. Le explico que vengo de fuera, y que le agradecería mucho si me lo pueden entregar hoy.
-Hoy... El secretario está en una reunión... Bueno, vente después de la una.

Salgo del edificio un tanto molesto. Son así como las 10 y media de la mañana y tengo que esperar ¡hasta la una! Ya me tocó almorzar en la ciudad. En fin, no quedaba otra. Pasee, miré escaparates, revolví en una tienda de discos, comí algo, y a la una pasé a recoger mi certificado sellado, que ya estaba listo.

Hace cuatro años maldije a aquel secretario que debía firmar apostillas velocidad de una a la hora, y volví a quejarme, una vez más, de la maldita burocracía. Hoy, añoro a aquellas personas tan tradicionales, tan humanas, tan españolas quizás, qué, quizá se demoraban un poco más en dar los papeles, pero le hacían sentirse a uno como en casa. Y sin embargo, siento también que me atrapa alguno de los tentáculos de la vida práctima y me dice "pero lo que importa es el certificado, ahora es automático, imagínate que te hubieran hecho esperar un día entero".
Camino por rápido por la calle rumbo a la estación porque parece que la lluvia quiere arreciar, mientras mis pensamientos, dan vueltas sobre cuál modelo de atención es mejor, el de ahora o el de antes, para desparecer ante la preumra del aguacero y la hora de salida del autobús.