El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

miércoles, 24 de junio de 2009

Piedras

Los sentimientos son como piedras que se meten en los bolsillos de uno y le impiden caminar, le impiden dar ese paso adelante, tomar esa decisión. Es complicado dejarlos a un lado e impedir que tu vida se guíe por los miedos y sentimientos encontrados, pero al final, uno tiene que tomar la decisión, plantarse firme y decir: Yo soy el capitán de este barco, yo decido mi destino. Y atreverse, y seguir adelante con lo que venga, lo bueno y lo malo, pues no hay un camino más fácil que otro, no hay una opción de vida mejor que otra. Recuerdo aquellas palabras del hombre-libro que releí hace poco:

“Detesto a un romano llamado Statu Quo”, me dijo. “Llena tus ojos de ilusión –decía-. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es más fantástico que cualquier sueño real o imaginario. No pidas garantías, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estaría emparentado con el gran perezoso que cuelga boca debajo de un árbol, y todo y cada uno de los días, empleando la vida en dormir. Al diablo con eso –dijo- sacude el árbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero.”*

Y es que el hombre-libro tenía toda la razón. Nos volvemos cómodos y perezosos. O mejor dicho, nos volvemos débiles y temerosos. Temerosos de perder esa falsa seguridad que nos venden. Pensamos que con un buen trabajo y una casa y una vida sencilla en un país avanzado hemos alcanzado nuestra meta, estamos a salvo. Cuando la verdad es, que en este mundo, la desgracia y los tiempos duros se pueden presentar en cualquier casa en cualquier momento. Y el que lo niegue es un iluso.

Pensando en eso, me decido, o intento decidirme otra vez a fijar rumbo. A elegir entre norte, sur, este y oeste. A enfrentar viejos miedos que arrinconé atrás en lugares lejanos, y a pensar en lo que pueda depararme ese tiempo futuro aún por escribir. Me cuesta. Me cuesta un montón tomar decisiones. Pero al final, después de muchos calentones de cabeza, algo me obliga a moverme. A tirar los dados “Alea jacta est” me digo, y pongo rumbo a lo desconocido. Me conozco y sé que lo que más me cuesta es partir. Luego… lo que venga vendrá y saldremos adelante. Lo importante es seguir moviéndonos, sentirse vivo, algo que, por lo que mi breve vida me ha enseñado, no tiene nada que ver con el “estado de bienestar”. Más bien, a menudo hay que pasarlo un poco mal para sentirse “vivo”.

Así que aquí estoy. Contemplando esta inmensa selva, con los ojos algo aguados pensando en los rostros y espíritus que dejo acá, pero seguro de que debo seguir moviéndome. Me gustaría continuar aquí más tiempo, pero algo me dice que debo partir y seguir el viento. Aún así esos sentimientos encontrados siguen en mí, ¿Miedo? ¿Huídas escapando de problemas o situaciones incómodas? ¿O simple necesidad de moverse, de calmar ese picor y ese miedo por probar cosas nuevas? Supongo que estos miedos, estas indecisiones, sentimientos no comprendidos, este choque de fuerzas es lo que nos hace ir avanzando poco a poco en nuestra vida. Una vez más, llegó el tiempo de partir:

Me dicen que mi vida es un velero
al que el mar del tiempo hace dar vueltas.
Y sé que hay un único capitán
que puede guiar ese barco.
¿Acaso los ojos despiertos del alma que busca y pregunta
ven dentro y luego solos?
Silenciosamente la verdad habla más alto
que lo que sale de mi boca.
Parece que los sueños son las alas de un espíritu
sin los que no se pueden inflar las velas de este navío.
De su viento viene la luz de la inspiración
y la oscuridad de la duda.
Vendavales de rabia que menguáis hacia la calma,
por favor llevadme bien lejos
de esta enrevesada y mundana explicación
del espacio que llamamos Hoy.
Navega.
Navega lejos de la costa.

Las situaciones echan el ancla una vez más.
Gene Clark, “Silent Crusade” en Two Sides to Every Story (1977) Letra original en ingles aquí.

*Ray Bradbury, Fahrenheit 451 (1953)

El club chimbilaco

¡Qué fuerza tiene aquí la naturaleza! Quince días sin entrar en una casa vacía y los animales ya se han adueñado de ella. Entro el domingo pasado en mi dormitorio en la residencia de varones, la cual abandono cuando se van los estudiantes, y me encuentro con que toda una familia de murciélagos ha encontrado mi escritorio como el mejor sitio para colgarse y dormir todo el día hasta que el sol se oculte y salga la luna.

¡Qué simpáticas estaban las criaturitas, ahí colgadas boca abajo plácidamente, soltando algún que otro rrruuuug o algo similar! En cuando me sintieron levantaron vuelo y se escondieron debajo de la litera, de la estantería, o se fueron volando a otro rincón oscuro de la residencia. Pero en cuanto cerraba la puerta, ahí regresaba la familia murciélago otra vez. Me costó toda la mañana del domingo conseguir que me devolviesen mi cuarto. Limpié la habitación a conciencia, e incluso tuve que impregnar la mesa y las tablas de la cama con diesel para que el olor les ahuyentase. Ahora viene de paso por las noches –oigo su característico aletear en la madrugada- pero ya no se quedan.

La verdad, no tengo nada en contra de los animales, ni siquiera de los murciélagos, que a tanta gente le dan repelús. Incluso les dejo estar, pues ellos, los sapos y las arañas son el mejor remedio para acabar con los molestos mosquitos, cucarachas y otros insectos. Pero convivir con ellos se hace un tanto difícil por lo sucios que son: no hay mierda que salga pero y huela peor que los excrementos de murciélago. Igual me resultaría algo incómodo compartir mi duchan con la tarantulota que dormía en ella este domingo y a la cual yo vine a molestar con legía y estropajo.

Y es que, aquí, en las puertas de la selva, cuando uno se descuida, la naturaleza reclama y se lleva el trozo de tierra que el hombre le ha robado. Si uno se va un mes de casa, a la vuelta se la encuentra tomada por plantas y animales. Es increíble la fuerza que tiene. Estoy seguro que, si algún día el hombre se marcha de aquí, la naturaleza volverá a cubrirlo todo, igual que hace cientos de años cubrió las ciudades mayas en el Yucatán. Da igual lo bruto y cerril que llegue a ser el hombre. Da igual que construya edificios increíbles capaces de soportar un terremoto o un tornado. Da igual que use los venenos más abrasivos para doblegar a la naturaleza a su voluntad. Al final, ésta acaba ganando la batalla, ya sea cubriéndolo todo de nuevo con plantas o convirtiéndolo todo en un desierto inhóspito.

Ultimos viajes

Se me acaba ya el tiempo en estas tierras ecuatorianas y planeo y hago ya mis últimos viajes por este increíblemente rico y variado país en paisajes y gentes. 18 horas de bus hasta Cuenca, y otras tantas de regreso. A uno se le quitan las ganas de viajar cuando le dicen estas cosas, pero al final se lo toma como aventura –las carreteras en Ecuador no es que sean muy buenas, de ahí que se tarden tantas horas a pesar de que las distancias no sean muy largas- se arma de valor y de paciencia y se monta en el bus. La recompensa viene después: la gente, los paisajes, las comidas, los amigos. Estos últimos viajes están marcados por las despedidas de nuevos amigos a los que, ojalá, tenga la oportunidad de volver a visitar alguna vez, pues, siendo realistas, no sé cuándo podré regresar acá una vez que cruce el charco de regreso a España. Algo me dice que cuando regrese, las cosas habrán cambiado bastante. Cuando estuve aquí de niño, a muchas comunas y ciudades de la amazonia solo se llegaba por el río en una especie de canoas-bus. Ahora la carretera cruza ya casi toda la selva. Cómo pasa el tiempo, 17 años han pasado desde mi anterior viaje a Ecuador. Espero no tardar tanto en volver la próxima vez, pero uno nunca sabe a dónde le lleva la vida, y los mismos vientos que me hace partir de estas tierras ahora, pueden hacerme regresar en el futuro o quizá irme aún más lejos. No creo que el destino esté escrito, toca labrárselo uno mismo.

Me han quedado muchos lugares por visitar, mucha gente a la que saludar. Dicen que esa es una razón para volver. Así será. En mi último paseo por Ecuador, decidí aceptar la invitación de irme a conocer la comunidad shuar de Taruka. Los Shuar son una étnia indígena propia del sur de Ecuador, en la parte del país que queda al este de los Andes, también en la amazonía pero me cuenta que algo distinta a como es aquí en el norte. Los Shuar son los que los conquistadores y la historiografía tradicional llamó jíbaros, los fieros guerreros reductores de cabezas que se opusieron a la dominación del Imperio Inca primero y de Imperio Español después, manteniendo su lengua, su cultura hasta la actualidad en que el llamado hombre moderno ha llegado con sus máquinas y sus leyes y poco a poco les ha ido “culturizando”. Muchos de ellos viven ahora en Perú, o en Colombia, pues las fronteras modernas, o bien han dividido su territorio atendiendo a leyes ajenas a ellos, o bien ellos mismos se han visto forzados a emigrar a otras partes, como les sucedió a los que ahora viven aquí en Sucumbíos.

Me cuentan en Taruka, la mayor de las comunidades Shuar en la provincia, con unos 80 socios jurídicos en la comuna, que la fundación de la misma se remonta a la época de las caucheras cuando estás trajeron a colonos e indígenas de otras zonas de Ecuador y Colombia para trabajar extrayendo caucho. El nombre de la comunidad, es, curiosamente Kichwa y significa venado. Los Shuaras vinieron después y la hicieron suya; el petróleo tomo el relevo a caucho y según están las cosas, parece que la minería del oro tomará el relevo al petróleo para desgracia de la selva y de las gentes sencillas y amables que, como el pueblo shuar, habitan estas zonas sacudidas por tristes enfermedades y desgracias que los reyes del oro –dorado o negro- no ven.

Para llegar a Taruka, tocó levantarse a las cinco y media de la mañana y coger 2 buses e incluso caminar un rato hasta que una camioneta nos recogió por el camino, y es que, aunque el camino a Taruka es bueno, estas comunidades siguen apartadas de las arterias principales de comunicación. Es duro llegar a ellas muchas veces, aunque ello tiene después su recompensa: en ningún lugar como en las comunidades indígenas he visto y respirado la calma y la tranquilidad que en hay en ellas. Gentes sencillas, que viven su vida tranquilamente sin importarles la hora qué es, trabajando el campo, pescando, cazando, o dedicándose a otras tareas como la enseñanza (en Taruka hay un colegio técnico intercultural bilingüe) que nos dicen que los tiempo ya han cambiado y los habitantes de estas reducidas aldeas deben adaptarse a los tiempos que corren si quieren mantener ese clima de tranquilidad y armonía entre el ser humano y la naturaleza, un clima por desgracia muy frágil y que obliga a caminar con mucho tiento en esa senda que se abre hacia el futuro. En Taruka tienen varios proyectos para ese futuro: el Colegio, turismo, artesanía… quizá incluso las malditas minas. Quién sabe cuánto habrá cambiado la comuna cuando yo regrese. De momento me quedo con el grato recuerdo de mi visita, pasada por agua, y caminando bajo la lluvia de un lado a otro acompañado de todo un séquito de alegres chiquillos que hicieron de guías improvisados de nuestra visita. Resta dar las gracias aquí a Don Segundo que me invitó a conocer su comunidad y a mi compañera voluntaria Kuri, que se animó al fin a acompañarme.

lunes, 8 de junio de 2009

Cansancio

Uno se cansa de muchas cosas: se cansa del vivir siempre en el mismo sitio, se cansa de hacer siempre un mismo trabajo, se cansa del clima monótono o, por qué no, de vivir siempre con la misma persona.
La solución contra ese cansancio es bien sencilla: moverse, cambiar de aires, viajar, probar cosas nuevas, arriesgarse. Vivir la vida al minuto y no dejarse arrastrar por falsas comodidades. Leía algo así en algún libro. Ese era el tipo de cansancio que me invadía a mi antes de cruzar el charco. Y, curiosa la vida, ahora que ya encontré la medicina contra él, me encuentro con otro tipo de cansancio que hace, no que me deprima y no encuentre razones o fuerzas para moverme, sino que me deja tan machacado físicamente que me hace renunciar a hacer todo lo que quisiera hacer.
Estos últimos meses estoy cansadísimo físicamente. Siento que mi cuerpo no da más y que sigo adelante por esa fuerza de voluntad, entusiasmo, entrega y responsabilidad a las que no renuncio ni renunciaré. Y me da rabia ver que mi cuerpo no aguanta, que me quedo dormido por los rincones y busco estrategias para mantenerme despierto y seguir trabajando. Me pregunto si mi vida anterior fue tan tranquila que ahora me ahogo en un poco actividad contínua 24h. o si realmente mi ritmo de trabajo es demasiado rápido y demasiado absorvente.
Ni siquiera en mis tiempo de universidad recuerdo estar tan cansado que se me cerrasen los ojos involuntariamente mientras tecleo y que el tiempo se me fuese sin acabar ninguna tarea, como si estuviese trabajando a cámara lenta a pesar de todos mis esfuerzos.
Así que creo que me inclino por la segunda opción. Vamos que intento hacer demasiadas cosas y mi cuerpo dice basta. Y eso me llena de rabia. Me encanta el trabajo que hago, me gustaría seguir y seguir y hacer más de lo que hago, y sin embargo me quedan cosas a medias ¿Por qué? Simplemente porque el cuerpo humano tiene un límite y, aunque uno se arme de fuerza de voluntad y diga adelante, al final los ojos se cierran solos y uno no encuentra fuerza para abrirlos.
Supongo que en mi caso también se debe al cambio de una vida sedentaria a una en la que apenas estoy quieto 5 minutos, en la que duermo a medias, con un ojo abierto y otro cerrado vigilando a los que duermen. Una vida que transcurre en medio del trópico, donde el clima va desgastando poco a poco al cuerpo, sobre todo a aquellas personas como yo, que nacimos en lugares tan distintos y distantes en formas y costumbres y inclemencias como los miles de kilómetros que las separan. Salvando las distancias, me siento como esos conquistadores viajando amazonas arriba buscando el dorado. Ni soy conquistador, ni busco un dorado. Pero si a ellos les derrotó el clima, a mi empieza a pasarme factura.Y al final, al final de esta carta y de esta experiencia, aquí sigo, intentando descansar, intentando mantenerme despierto. Dando vueltas a la cabeza e intentando averiguar un nuevo por qué. Por qué si uno está tan a gusto y contento, el cuerpo le tiene que obligar a parar, a tomarse un respiro, a cambiar, otra vez. Qué injusta es la vida. O quizás, que egoístas somos nosotros hasta para con nosotros mismos.