El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 16 de septiembre de 2006

Cambio de estación

Dentro de unos días despediremos el verano y daremos la bienvenida al otoño, a ese tiempo de hojas secas y clima templado-frío, ese tiempo de brujas y de misterio, de "gentes de lluvia" como decía Bradbury. Ya sea el 21 de septiembre, o el 23, día que dicen ahora que es más exacto para el equinocio de otoño, comienza oficialmente el otoño.
Y digo oficialmente porque, aquí, en este pueblo que esta de fiestas estos días, parece que se ha adelantado un poco. Empieza a estar fresco, eso de bajar de 20 grados a 13 de un día para otro se nota. Quizá hoy ya vuelva a hacer más calor, quien sabe. Pero lo que está claro es que el tiempo está loco, que tiene antojos y se niega a amoldarse a las divisiones que hemos creado como si fuese un niño rebelde.
No es nada nuevo, pero, yo no podía ayer si no pensar cómo sería si las estaciones estuviesen definidas con exactitud, si el 22 de septiembre tuviesemos los 25 o 30 grados de rigor y al día siguiente nos levantasemos a diez grados. Si de repente todas las hojas de los árboles se secasen y cayesen, todas las uvas estuviesen listas para ser vendimiadas y nos encontrasemos de golpe y porrazo, de la noche a la mañana, en una nueva estación en todo su esplendor. ¿Sería quizás más práctico? Bien pensado en un rollo el no saber qué ponerse cada día, si hace frío, si llueve, si te repente vuelve a hacer calor y tienes que sacar otra vez del armario la ropa de verano. Si las estaciones estuviesen perfectamente divididas y fuesen estables, sabríamos qué ibamos a usar durante 4 meses, y que, justo por navidad, tendríamos que ponernos un jersey más gordo que no apearíamos hasta el mes de marzo.
Más práctico sí, aunque quizá un poco monótono y aburrido. Eso sí, el día del cambio sería una verdadera fiesta, seguro que la gente se quedaba en píe toda la noche para ver como de repente las hojas se caen, o se pone a nevar, o florecen las plantas.
Quizá algún día en este mundo cuadriculado en que vivimos, el hombre llegue a controlar la naturaleza hasta tal punto. Yo dudo que eso suceda, es más, espero que no suceda. La naturaleza es más sabia que caprichosa, y día a día nos recuerda con sus cambios, esos que nos causan asombro y son comentario usual, que ella es la que manda, y que nosotros no somos más que una pequeña parte de ella, aunque nos las queramos dar de listos.

En un pueblo sin nombre. Tercera parte.

Salió a prisa de casa, caminó en dirección a casa de Jose, que era la más cercana. Eran las 6 y media pasadas, las calles seguían silenciosas, tal cual las había dejado. De repente se detuvo en la esquina. Faltaba algo... sí... faltaba... ¡Faltaba el olor a pan recién horneado! La panadería estaba cerrada, como si fuese un día de fiesta, de esos en los que hasta el pastelero cierra al mediodía para ir a la tarde de paseo o al cine. No había ningún letrero de “Cerrado por vacaciones” o algo similar, y en el escaparate seguían los panes, los pasteles, las figuras de dulce, todo en su sitio. No, no habían cerrado.

Caminó más deprisa hasta llegar a la casa de Jose. Abrió la verja tratando de no hacer ruido y rodeo la casa hasta quedar bajo la ventana de cuarto de su amigo. Comenzó a arrojar piedras, como si volviese a llamar a aquel muchacho de 11 años un sábado a la noche para ir a la feria o colarse en el cine en aquella película prohibida. Nadie contestaba. Al fin, fue a la puerta principal y llamó insistentemente. “Que se despierte todo el mundo”, pensó, “Ha vuelto otro veinteañero loco con ganas de fiesta y cachondeo a las 6 de la mañana”. No habrían, no había nadie en casa, no se levantó persiana... la verdad es que para se tan temprano... ¡ya estaban todas levantadas como si fuesen las 12 del mediodía! ¡Y no sólo en casa de Jose, sino en todas las casas, incluida la suya ahora que recordaba! Era como el decorado de un pueblo de cine, perfecto e impoluto. En cualquier momento aparecería Fran Capra y gritaría ¡acción! y alguien saldría de esa casa, sonriente, y la calle se llenaría de gente y una muchacha risueña, bailando se acercaría y le besaría la mejilla “buenos días, despierta, aún estas soñando”.

Pero no era ningún sueño. No era ningún estudio de cine. Era su pueblo, y algo raro había pasado allí, mientras él había estado en la universidad.

De pronto se dio cuenta de que estaba en medio de la calle desierta, mirando alrededor. Miró su reloj de pulsera, eran las 7 menos diez. El encuentro con los amigos sería a las 6 de la tarde en la cervecería, faltaba aún casi medio día y no podía esperar a ese momento para verles e intentar aclarar que pasaba; si es que aparecían claro. 2 días antes había hablado con Jose, habían concretado el reencuentro, y ahora no estaba.

Tomo la calle en dirección al centro, al cine, enfrente vivía Toño, un enamorado del séptimo arte que pasaba tanto tiempo en la oscuridad en una butaca, que ya casi se había convertido en un vampiro de esos que renuevan sus energías tardes y noches enteras absorbiendo la luz de un proyector. Aquel vampiro del celuloide que era capaz de ligarse a todas las taquilleras con tal de ver la peli gratis... y algo más.

Cuando se aproximaba al cine el reloj del ayuntamiento daba las 7. De pronto oyó un susurro, alguien que llamaba. Venía de la esquina de la biblioteca.

- Hey, aquí, Ángel, rápido, ven.

- ¡Jose!

- Calla. Que no nos oigan, entra.

Allí, escondido en la sección biología, estaba su amigo.

- Pero, ¿qué haces aquí, que ha pasado?

- Ya, ya. Supongo que estas tan confundido y asustado como lo estaba yo ayer. No te puedo explicar con exactitud qué sucede, pero puedo contarte lo que he visto desde que estoy aquí.

“Llegué ayer en el tren de media tarde, y como te habrá pasado a ti, me quedé atónito al ver la estación abandonada. Bajé hasta mi casa paseando entre gente que deambulaba de un sito a otro, encerrados en sus propios quehaceres, todo normal, salvo por el hecho de que no parecían darse cuenta de que yo pasaba entre ellos. Cuando llegué a casa mis padres estaban esperándome sentados en el salón, le habían dado un rato libre a mi padre en la fábrica para poder ir a recibirme. Les noté un poco frío y distantes, me saludaron y enseguida me dijeron que tenían que volver al trabajo, salieron por la puerta del jardín y desaparecieron. Cuando me di al vuelta ya no estaban. Me dejaron con unas tijeras de podar en la mano para que podase los setos de patio. Estoy seguro de que tú también tienes de esos setos en casa. En la mía no había nada y ahora los hay, como en la del vecino y en varias mas que he mirado de noche por curiosidad. Son como los setos del parque, de esos ornamentales, pero si te fijas bien, verás que son más robustos y tienen espinas. No me preguntes qué variedad son. Ya se que ahora soy botánico, pero no los he visto nunca antes, y no encuentro referencia en ningún libro.

Estuve un rato en casa, una hora más o menos, colocando las cosas y observándolo todo. Ordenado, limpio, perfecto. De pronto, mi madre reapareció y me volvió a decir que podase los setos antes de que anocheciese. Cogía la podadera y salí al jardín, pero algo me dijo que no tocase esos setos. Me fui a la biblioteca a ver qué podía encontrar sobre esos setos y luego volvía a casa para cenar. Mis padres insistieron otra vez más en que podase los setos, se fueron a dormir y me dejaron podadera en mano otra vez. A penas hablamos durante la cena, no me preguntaron gran cosa sobre mi vida, los estudios, trabajo y esas cosas. Parecía que solo les interesaban esos malditos setos.

Eran apenas las 9 y media, aún era de día y decidir dar un paseo. Entonces me di cuenta de algo muy curioso: sólo había gente por la calle principal, la plaza y el parque, en el resto de calles no había un alma, y no se oía más que el viento. Entré en el café de la plaza a tomar algo y el dueño me dijo que estaban a punto de cerrar, ¡a las 9 y media de un viernes de Julio! Y además añadió “deberías y a casa y acabar lo que te ha mandado tu padre” “el qué” respondí yo, “los setos”. Los setos, los setos.

Al salir del café apareció otra vez mi padre y me acompañó a casa. Dijo que era importante que cortase esos setos, que así mañana llevaría los rastrojos a la finca para abonar, que eran muy bueno para eso. Y además que los cortase antes de que anocheciese del todo. Por supuesto, no corté los setos. Esperé a que anocheciese y caminé a la biblioteca, tenía que pasar algo con esos setos y yo tenía que averiguar qué. Según avanzaba por la calle, una extraña luz amarilla se encendió en una de las casas, y luego otra y otra más allá, y empezaron a moverse. De pronto, sentí algo detrás de mí, allí por la calle avanzaba una sombra negra con unos penetrantes ojos amarillos, y otras más empezaban a salir de las casas ocupando la calle. Corrí a la biblioteca. Por la calle principal había más sombras. No me preguntes qué son, no quise comprobarlo. Algo me decía que huyese y me ocultase antes de que fuese demasiado tarde. Parecía estar despertando, andaban desorientadas, y poco a poco algunas dejaban de dar vueltas sin más y empezaban a moverse con más decisión. Cuando llegué a la biblioteca, una sombra salió de su interior. Me colé dentro y cerré la puerta con llave. Después de cerciorarme de que no había más dentro, seguí revisando libros buscando los famosos arbustos. Las sombras se quedaron caminando por la calle toda la noche, al menos hasta que yo me quedé dormido.

Me desperté esta mañana hace una hora, primero con el reloj del ayuntamiento luego con el silbido del tren. Tú llegabas en ese tren, pero no fui a recibirte. Quizás hubiese sido peligroso. Sabía que acabarías pasando por aquí cerca”

viernes, 15 de septiembre de 2006

En un pueblo sin nombre. Segunda Parte.

Caminó tranquilamente por la calle que bajaba hasta la avenida principal del pueblo, hasta los jardines de ayuntamiento. Las casas estaban impolutas, blancas y brillantes, como vestidas para una boda, todas con espléndidas flores en sus jardines. No había nadie por las calles, pero, ¿Quién iba a pasearse a las 6:05 de la mañana? Tampoco se oía nada, ni un canto de pájaro, ni una brisa en el oído. Nada.

Bajó por la calle principal hasta el ayuntamiento. Pasó por delante del cine, de las tiendas de ropa, los bares. Todo estaba tranquilo, cerrado, como solía pasar un día cualquiera a las 6 de la mañana. Y todo estaba extrañamente limpio. Todos los edificios estaban resplandecientes, como si fuesen recién construidos o como si formasen parte de un decorado de ensueño de esos de la época dorada de Hollywood, antes de que los informáticos llegasen con sus nuevas tecnologías y creasen realidades impalpables.

Siguió el camino hasta casa. Al llegar se detuvo ante la puerta principal, nervioso, sacó las llaves del bolsillo del pantalón y dirigió la mano lentamente a la cerradura, haciéndola girar lentamente. Antes de entrar quedó quieto mirando la puerta, acariciando ese barniz brillante, aplicado el domingo pasado más o menos.

Dejó la maleta en el hall y caminó hasta la cocina, observando cada milímetro de la casa, brillante, limpio, todo perfectamente ordenado. Al entrar en la cocina, se sobresaltó a la imagen de su padre, senado con un café, leyendo el periódico.

- Hola.

Su padre se giró, como si no se hubiese dado cuenta de que su hijo estaba en casa, como si no se hubiese percatado de su presencia hasta aquél mismo instante del saludo.

- Ah, hola, ya has llegado ¿eh? ¿Qué tal el viaje?

- Bien, un poco largo, ya sabes. ¿Qué... que haces levantado tan temprano?

- Esperándote. ¿No te acuerdas? Me dijiste que llegabas en el tren de las 6. Ahí tienes café caliente y tostadas. Come algo que traes cara de muerto. Voy a afeitarme y marcho. Tu madre bajara ahora...

Antes de que pudiese darse cuenta su padre ya no estaba en la cocina. Miró fijamente el tostador al lado de la cafetera. Se sentó y comento a desayunar.

- Ya estás aquí, ¿eh? Ya volvió el hijo pródigo. Me alegro. Hay bastante trabajo en casa, cuando acabes de desayunar, vete al jardín. Hay que podar y cortar los arbustos del atrás. Yo me voy. Nos veremos a la hora de comer. No seas vago y poda eso ¿eh?

- ¡Espera! – Todo iba demasiado deprisa- ¿A caso no vas a darme un beso? ¿No quieres que charlemos? ¡Hace ya 5 años que no os veo!

- Bueno, luego, a la hora de comer, con más calma. Ahora tengo que irme.

- ¿Irte? Pero... ¿a dónde?

- A trabajar, claro. Adiós

- Pero...

Su madre desapareció igual que había desaparecido su padre. Un pestañeo y ya no estaba en la cocina. Pasa algo raro. Algo no cuadraba. Pero ¿el qué? Se sentó en sofá, pensativo y cansado, no por el viaje, sino por aquellos diez minutos de desayuno. Decidió tratar de poner las cosas claras en su mente. Sus padres levantados a las 6 de la mañana de un viernes. Eso no era normal, pero, bueno, llegaba él, y claro, le estaban esperando. Eso sí tenía sentido. Pero si le estaban esperando, por qué esa prisa, apenas había cruzado unas palabras, y... no, no tenía sentido. Se iban a trabajar ¿A trabajar? Primero, su madre no trabajaba, y su padre tenía una tienda de electrodomésticos. ¿Desde cuando se abre a las 6 de la mañana? ¿Quién va a querer comprarse un televisor o una lavadora tan temprano?

Se levantó caminó inquieto por la casa, sin saber que hacer. “Llamaré a Jose, el y los otros llegaron ayer” Cogió el teléfono y lo colgó de nuevo sin marcar, era temprano quizá asustase sin necesidad a alguien. De repente se acordó “Voy a afeitarme...” Su padre se estaba afeitando. No había bajado aún por la escalera, así que tenía que estar arriba.

Subió corriendo y se detuvo ante la puerta del baño. No se oía ningún ruido. Su padre se afeitaba con maquinilla eléctrica. Quizá ya había acabado, y estaba aseándose, pero él tenía un extraño presentimiento. Giró el pomo, y, como pensaba, adentro no había nadie. Y no lo había habido antes. La ventana estaba cerrada, y el lavabo, la ducha, todo, estaba seco y brillante, como si no lo hubiesen usado en la vida.

No aguantaba más en esa casa, tenía que salir, ver a los amigos, ver si sus familias también eran como fantasmas de carne y hueso que desaparecían sin que uno se diese cuenta.

sábado, 2 de septiembre de 2006

En un pueblo sin nombre. Primera parte.

No podía dormir de la emoción. Estaba cansado, la noche anterior la fiesta de despedida se había alargado más de lo normal, y hoy había tenido que madrugar para coger el tren. Pero a pesar de todo, a pesar de que el viaje duraba casi 10 horas, no podía dormir. Daba vueltas en su coche cama,, cambiaba de postura una y otra vez,... Finalmente se levantó y salió al pasillo del tren. Era de noche aún. Las luces del tren impedía ver qué se escondía ahí fuera, en la oscuridad. Un par de personas, que como el no podía dormir, miraban también pensativos por la ventana, intentando descifrar qué escondía la noche.

Faltaban aún casi tres horas para que saliese el sol y él llegase a su pueblo, anunciando su llegada con los primeros rayos de luz. Había pasado mucho tiempo. Sí. Parecía mentira. Cinco años. Cinco años desde que había abandonado ese pequeño pueblo apartado del mundo para estudiar en la universidad, para ser algo, para poder escapar de aquel pueblo perdido en la llanura, lejos que cualquier sitio habitado, en donde todo parecía permanecer siempre igual y al mismo tiempo envejecer y desaparecer poco a poco.

Había decidido que él no quería envejecer poco a poco con el pueblo, no quería trabajar como todo el mundo en la factoría, esa horrible fábrica en la que su padre, como muchos otros dejaba algo de si mismo todos los días, sin que se diese cuenta de cómo él también desaparecía lentamente. No. Ni el ni Toño ni Mario ni Jose. Ninguno de los tres quería acabar sus días allí. Puede que estuviese escrito el día de su nacimiento, que tuviesen que nacer, vivir, y morir en el pueblo como todo el mundo, pero ellos habían decidido plantarle cara al destino y escribir ellos mismos el suyo propio.

Hacía cinco años que había acabado el instituto y que habían desafiado las leyes imperantes haciendo las maletas y poniendo rumbo a diferentes ciudades lejanas y extrañas para ir a la universidad y llegar a ser algo, conseguir borrar esa profecía del destino que había sido escrita al nacer y cambiar el rumbo. Era difícil, no había dinero, habían ahorrado todo el año para el billete de tren y se dirigían más a sueños que realidades (una beca que no acababa de aparecer en la cuenta del banco, una tía o pariente generoso que quizá les acogiese, un trabajo para pagarse los estudios...) Habían jurado que si lo lograban, si conseguían acabar la carrera, el mismo verano de su licenciatura volverían al pueblo para verlo con otros ojos, para decirle, “Ves, soy libre, estoy aquí porque quiero, ya no soy más prisionero tuyo”.

Habían jurado que en cinco años, el 1 de julio de 1987, regresarían al pueblo y se volverían a encontrar en la cervecería del viejo Paul, aquel inglés trasnochado que por alguna razón, había decidido hace muchos años echar raíces el pueblo y compartir con los jóvenes historias de cuando él era también joven, acompañadas de una buena cerveza y el sonido de aquello discos de los cincuenta que ya casi nadie más escuchaba.

Todos estos recuerdos volvían ahora, mientras el tren se precipitaba hacia el sol, avanzando hacia el amanecer del 1 de julio en un pueblo sin nombre.

A las 6:05, puntual como un reloj el tren paró en la estación para dejar un único pasajero. Un muchacho alto y delgado de unos 23 años, con pelo largo y una ropa sintética, con un corte que hablaba de centros comerciales y luces de neón. Maleta en mano, permaneció quieto observando la vieja estación y las vías y el tren que se alejaba raudo hacia el nuevo día.

La estación estaba realmente desvencijada, la madera estropeada por el viento y el agua de un millón de tormentas y por los rayos de abrasador sol de un millón de veranos. El letrero con el nombre del pueblo estaba prácticamente borrado y entre los escalones y alrededor del edifico asomaban hierbas salvajes. Parecía como si hubiesen pasado 20 años en lugar de 5 y nadie en ese tiempo se hubiese ocupado de la estación, como si ya nadie cogiese el tren. Y es que realmente allí no había nadie. El edificio estaba completamente abandonado, la puerta de la sala de espera abierta, daba la bienvenida a un lugar lleno de polvo, abandonado hace siglos. Era realmente extraño. El tren era el casi el único medio para llegar al pueblo. Había un carretera, larga y tortuosa, y de mal firme, por la que nadie se atrevía nunca a ir. ¿La habrían arreglado y ahora el tren había sido desplazado por coches y autobuses como en tantos otros sitios? ¿O a caso habían hecho una estación nueva más adelante? En ninguna carta sus padres le habían contado nada al respecto, “aquí todo sigue como siempre” decían en la última, hace ya un mes. Realmente raro.