El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

sábado, 28 de noviembre de 2015

A ojo de águila.

- Vea, aquí lo tiene, éste es.

La imagen congelada de la cámara ojo de águila, impresa en blanco y negro, mostraba claramente a un muchachito de unos 8 años, de no más de metro veinte de altura, asomando la nariz por encima del borde del atril, y, disimuladamente, cogiendo el libro de visitas del museo.
- ¡El primer robo infraganti que registramos! -el técnico de seguridad estaba jubiloso, sentado en el cuarto de sistemas, señalando con orgullo la pantalla del sistema de cámaras de vigilancia de circuito cerrado - Ahí lo tiene, ¡zas!, cazado. Ayer, 8:40 a.m.

El director se rascaba el mentón pensativo. "Pues estamos buenos. Roban bolsos, motos, materiales de construcción en los aledaños del edificio, y el sistema nunca graba nada, y cuando lo hace, resulta que es el horrible crimen de un niñito de 8 años que se ha llevado el libro de visitas... Estamos buenos."
- Bueno, -dijo el director, volviendo de sus disquisiciones personales- esta claro, sí, aparentemente este peladito se llevó el libro; pero, antes de que nadie se lance a la caza y captura del ladrón, ¿quiere alguien contarme, cabalmente, qué sucedió ayer?

- Vea señor director. -el conserje, nervioso, comenzó su crónica- Yo estaba ayer de mañana observando cómo los niños ingresaban al edificio cuando, de pronto vi a uno que cargaba un libro igualitito a nuestro libro de visitas, que dicho sea de paso, no tiene nada de especial, es como un cuaderno más, usted sabe, y claro, pues yo pensé ¿y si el peladito se está llevando el libro de visitas? Porque usted ya sabe, uno no quiere ser mal pensado, pero estos pelatidos están llenos de malicia, y uno tiene que estar con mil ojos, y miré está vez así fue: me fui hasta el atril y el libro de visitas no estaba. Así que corrí detrás del pelado, pero con tanto niño en la puerta, no pude pasar, y se me perdió el peladito, oiga, porque así todos chiquitos y vestiditos de uniforme como que parecen todos iguales. Pero cómo yo vi al peladito con el cuaderno, y me quedé con la cara, le dije a la profesora, y ella dijo que iba a buscarlo, que esperase. Y en eso, usted me llamó para descargar las sillas plásticas, y ahí no se más. Se ve que la profesora no hizo nada.
- Osea, que ahora la culpa la tengo yo. -El director sonreía divertido-. Bueno, no se apuren, es chiste. No es tan complicado, vayan a la escuela y traigan el libro de visitas de vuelta, ¿no?
 - Sí señor director, eso hicimos, pero...
 - ¿Pero qué?
 - Pues que en el apuro de salir corriendo nos equivocamos de escuela.
 - ¿Cómo que se equivocaron de escuela?. Pero, ¡¿acaso no tienen un cronograma con las visitas?!
 - Si pero en el apuro por el libro nadie revisó, así que nos fuimos corriendo a la escuelita 12 de Octubre, porque estábamos convencidos de que era allí, pero resultó que no, y entonces recordamos que debía ser la 3 de Noviembre, pero tampoco, y como no cargábamos el cronograma, ya estábamos camino de la 10 de Agosto, pero está lejísimos y como ya era tarde volvimos al museo.
- Sí, -intervino la muchacha de información- llegaron sudadísimos, y con una cara de preocupación, y entonces yo les dije que porqué perdían el tiempo, que pidiesen en seguridad que revisen las cámaras, y así sabrían quién fue.
- Y eso hemos hecho.
- ¡¡Y para esto han perdido una mañana paseándose por todas las escuelas con nombre de fecha cívica!! -El director empezaba a perder la paciencia- En fin, no se hable más, cojan el carro y váyanse a la 10 de Agosto, hablen con la profesora, y traigan el bendito libro.
- Bueno, no es la 10 de Agosto. - El técnico de seguridad manipulaba con experticia el control de las cámaras.
- Que no es...
- Verá, señor director, si ampliamos un poco la imagen, y a pesar de que la foto está de lado y al niño le tapa casi todo el cuerpo el atril, acá se puede ver asomar un poquito claramente el sello de la escuela 6 de diciembre.
- Y, corroborándolo con el cronograma de visitas, esa es, mire: ayer vino la 6 de diciembre.
El director ya no sabía cómo mirarles.
- ¡En fin, cojan el carro y váyanse a la escuela a por el libro!
- Es que no hay carro.
- Que no hay...
- No, usted lo ha enviado a buscar los materiales para montar las carpas, recuerde.
- Virgen Santa. En fin. Ya. Dejémoslo ahí. Mañana, a primera hora, que si tendrán carro, se van y traen el libro. Punto.

El viernes, a primera hora, el conserje, el secretario y el  técnico de seguridad orgullosos y sonrientes, esperaban en la entrada del edificio con el preciado libro de visitas en sus manos.
- Aquí tiene Sr. Director.
- ¿Alguna novedad?
- Bueno, fuimos a la escuelita y el niño no estaba...
El director empezó a mirarles con los ojos desorbitados, temiendo la odisea que se acercaba.
- Pero la profesora nos dijo que una niñita era su hermana.
- Sí y la niñita dijo que sabía donde estaba el libro, y nos llevó a su casa, que era cerquita de la escuela, y ahí donde ella dijo estaba el libro. Intacto. Chequéelo usted mismo. Sólo hay una hoja suelta, pero esa ya estaba suelta antes de que lo robasen.

El director tomó el libro de visitas y ordenó a los tres trabajadores que siguiesen con sus tareas ordinarias. Caminó lentamente hacia el atril mientras ojeaba despreocupadamente el libro, y retiraba la hoja desprendida. En el atril, lo colocó con cuidado, pasó las páginas con delicadeza, y lo alisó suavemente en la última página escrita:

"El museo esta my vonito. Es lo mas lindo de la siudad.
Firmado
Susana
Rosa
Wendy
               PUTA
a mi tambien me gusto muxo el museo, y el que escribió puta fue el Johnny que es un malhablao y un maleducado."
(firma o garabato ilegible)

Aliviado después de la odisea, el director caminó hacia la oficina. Otra vez, parecía que las cosas se habían resuelto, todo volvía a la normalidad. El sistema de cámaras de circuito cerrado de televisión funcionaba, y el preciado libro de visitas, repleto de los invaluables comentarios de la sociedad y pieza esencial para justificar las visitas del museo, estaba de nuevo en su lugar.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La lucha contra la exclusión

Pobreza, marginación, contaminación, refugiados, enfermedades endémicas, narcotráfico, indos, insalubridad y mala calidad de vida,… Son sólo algunas de las palabras con las que la gente de afuera identifica la “región oriental”. Cada vez que salgo a Quito o Guayaquil y me encuentro con propios y extraños y les cuento -o me preguntan ellos- por dónde vivo y qué hago, la imagen que se forma en sus mentes es esa: el fin del mundo, un lugar donde es mejor no ir, donde si hay que estar, sólo se debe estar menor tiempo posible, un lugar que en su imaginario ecuatoriano lleno de prejuicios y miedos sigue siendo esa espesura verde con indios salvajes en taparrabos, donde brota petróleo por arte de magia, y dónde no hay ley. Un al que sólo van los militares recién salidos del cuartel, los médicos haciendo la rural, maestros sin nombramiento y curas y cooperantes, los tres primero a pasar esa horrible prueba inicial de la vida laboral, y los dos últimos porque “son unos locos incomprendidos y sin remedio”.

No importa lo que les diga. No hay palabras, ni siquiera imágenes, para hacerles cambiar de opinión. Ecuador vive de espaldas a la selva. Mira altanero desde los andes hacia la costa pacífica, girando disimuladamente el rostros al norte, que no se den cuenta los vecinos de las alabanzas al tío Sam, pues aunque ellos también actúan así, son expertos en tirar la primera piedra contra el de al lado. Lo que queda a sus espaldas, allá al otro lado de los andes, no importa, no es país, salvo para llenar las aburridas páginas de caducos libros de historia y textos escolares con una patrióticamente convincente historia de límites. Esa región oriental defendida a sangre sobre los mapas queda, paradójicamente, excluida del imaginario nacional del los ecuatorianos, y con ello del Estado.

La historia del oriente ecuatoriano es la historia de los excluidos, de los negados, de la explotación de recursos, humanos y materiales, entendidos como eso simplemente: recursos, materias primas para el crecimiento, el beneficio y el bienestar de este Estado que comienza en la cordillera de los Andes y se extiende hasta la costa pacífica. Desde la colonia, y acentuándose aún más con el surgimiento de las repúblicas decimonónicas, esta ha sido la historia de la Amazonia ecuatoriana, una historia perenne, cíclica, como el tiempo en la cosmovisión de los pueblos originarios que la habitaron, una historia en la que cambian los actores pero no el guión, porque al director no le interesa cambiarlo. Una historia que se reescribe una y otra vez, sin pasar nunca la página.

¿Nunca? Las pesadas páginas de la historia son aún más pesadas en la historia oriental. No por el lastre que arrastran, sino por el empeño de aquellos en las alturas andinas haciendo fuerza para que la página no cambie, aplastando a aquellos qué, desde esa selva verde, gritan por hacer que se oiga su voz, pelean, por ganar este pulso a los gigantes déspota de arriba.

Hoy estamos en uno de esos momentos en que la página de la historia parece que quiere voltearse. En que ese pulso de los desamparados contra el Estado excluyente está a punto de caer, por fin, hacia el otro lado. La tensión está en el aire, los músculos tensos sudan en un esfuerzo sobre humano por dar a torcer el brazo de aquellos que siembran y promueven la exclusión. Hoy día, por primera vez quizá, empieza a sentirse el Estado en esta región oriental.

No quiero hacer aquí un panfleto pro o contra gobierno. No quiero albar aquí obras que debieron ser realizadas hace décadas, pues era el deber de unos y el derecho de otros -excluidos, no reconocidos, sin derecho-, ni voy a entrar en los motivos coyunturales que pueda haber detrás de la mejora de las vías de comunicación, el arreglo de los cascos urbanos en las principales ciudades, la edificación de nuevos hospitales y nuevos colegios, la presencia por fin esas oficinas públicas, que, con todos los males de la burocracia, es tan necesario tener cerca en este sistema en que vivimos. Tampoco voy a escribir aquí una lista de todo lo que falta por hacer en educación, sanidad, comunicaciones, y ese largo etc. El esfuerzo hecho en los últimos años es notable, y con sus más y sus menos, de agradecer. Por fin alguien se ha dignado a bajar de las alturas y mirar como iguales a los que viven a sus espaldas en la selva, reconociéndoles poco a poco eso que durante décadas o siglos les ha sido negado: el derecho a ser reconocidos como parte del estado, como comienzo para el reconocimiento de todos los otros derechos -y deberes- que ello conlleva.

No ha aparecido en escena ningún salvador. Ningún pro-hombre por suerte, pues esos tienden a convertirse en “pró-cer” dando las espaldas al vulgo una vez que consiguen separarse de él. El cambio se debe a la lucha de decenas de personas, durante decenas de años, por ser reconocidas como Estado. Una lucha incansable, que ha dejado a muchos en el camino, pero que ha conseguido poco a poco que en las cabezas andinas y costeñas se empiece a asentar al idea de que “las gentes que viven allá abajo en la selva, también cuentan”. La lucha de los excluidos, de los dormidos, de aquellos que no tenían nombre porque aquellos con el lápiz y el papel en la mano se negaban a entenderles y reconocerles, el nombre, la dignidad humana. Han sido años de levantamientos, de paros, de boicots, de invasiones, de procesos largos para la organización de campesinos e indígenas, de reconocimiento legal de asociaciones, de cedulación de los sin nombre, de construcción de calles, casas, pueblos, que luego puedan ser reconocidos allá arriba como tales.

Hoy día vemos los primeros frutos de esta lucha. Asistimos al enraizamiento, por fin, del Estado en estas tierras. Hoy empezamos a tener confianza en el Estado y le empezamos a entregar el fruto de nuestro trabajo y de nuestras luchas, porque hoy quizá nos empezamos a ver ya reconocidos como ciudadanos.

Es un enraizamiento débil aún, pues débil y pobre se ha quedado este suelo amazónico después de décadas de expolio, pero la simiente ha germinado: por fin los ciudadanos del oriente pueden sentirse tales, por fin puede disfrutar de una ciudad, creciendo, en esa frágil armonía entre el progreso y la naturaleza que es el crecer. Ahí donde se negó durante décadas el derecho a ser persona, ciudadano, se abren las puertas del Estado.

Mucho está en el aire todavía. La desconfianza de unos es todavía general: tienen miedo -seguramente mezclado con egoísmo- a entregar el mando a ese Estado ausente durante décadas. ¿Será ese miedo a no seguir mandando? Otros siembran la incertidumbre apuntando a los posibles cambios políticos ¿Será que tienen miedo porque sembraron, no para cambiar las cosas, sino para su propio egoísmo? ¿Se parecen acaso, nuestro miedo y nuestro egoísmo, tienen relación quizá con el miedo a perder lo ya conseguido que vemos en las gentes sencillas de estas tierras amazónicas?

Podemos estar cometiendo un grave error: cambiar la exclusión por el miedo. Hacer que esos rostros de indígenas y campesinos sin fuerzas por haber sido excluidos y oprimidos se conviertan en los ojos del miedo a crecer. No equivoquemos el camino. Ha sido el camino de la lucha sin miedo en contra de la exclusión, el que nos ha llevado a estar sentados hoy en esta biblioteca que mira al río Napo, que se reafirma en sus raíces y como se reafirma en el Estado. Es el fruto de unas gentes que no creyeron el miedo, que abrieron sus ojos libres y buscaron, como buscan hoy los ojos despiertos de los niños y jóvenes que pueblo hoy este espacio entre libros e historia, vivos y vivaces, voraces por aprender, si es posible por ósmosis como decía Ray Bradubry, y crecer, como ciudadanos y seres humanos.

Hoy, en ciudades como Coca y Lago Agrio, se ha abierto la puerta a la cultura, a la educación, al vivir bien, es decir dignamente: reconociéndose como ciudadanos, y construyendo Estado. Los parques, museos, escuelas, los parque nacionales y áreas protegidas, son la prueba. Los ríos de gente, fluyendo tranquilamente al lado del Napo o el Aguarico, gente diversa, gente reconocida como gente, son la prueba.

En las manos de todos nosotros está el continuar la tarea, el mantener vivos los ojos de estos niños que serán los encargados de cuidar nuestro hogar cuando ya no estemos. No les volvamos a vendar los ojos. No permitamos que se les vuelva a dar la espalda.

Liberémonos de todos nuestros prejuicios y lastres, y pasemos esa página de la historia.

viernes, 6 de noviembre de 2015

La limosna

Mi tío Julio decía "yo sólo doy limosna a los músicos" y sonriente, echaba unas monedas en la gorra del flautista desaliñado de la Rúa, o el violinista que le acompañaba.

Con una sonrisa, yo también sigo su ejemplo. En mi bolsillo hay moneas para los músicos ambulantes que canta por los parques o por los buses: me parece una forma muy sana de promover el arte: cuántos artistas empezaron su vida tocando en las esquinas, gratis, como en esa maravillosa canción de Joni Mitchell, y además, a fin de cuentas, todos hemos sido (o hemos soñado con ser) trotamundos en algún momento de nuestras vidas: coge tu guitarra, tu flauta, tus manillas y artesanías caseras, ponte la mochila a tus espaldas y echa a andar.

Para el resto, no tengo monedas. Y no es un "lo siento" disimulado ni veraz. No. Es una decisión, un propósito de vida. Uno que normalmente me lleva recibir miradas de desdén de otros viajeros del bus, o incluso de conocidos, que parecen decirme: "tacaño asqueroso, tú que tienes casa, comida, un sueldo, ¿no tienes unas monedas para esta pobre gente?".

"Esta pobre gente". Empecemos por ahí. Por quiénes son pobres, y quién o qué les hace pobres.

Pobres, lo que se dice pobres de solemnidad, por desgracia siempre ha habido y seguramente habrá, acá en este país en vías de desarrollo, y en la industrializada en Europa; en momentos de crisis, y de bonanza económica. Las situaciones que pueden llevar a una persona a convertirse en pobre de solemnidad son muchas, pero normalmente están relacionadas con problemas familiares, de casta o grupo social, pasando por problemas psicológicos o por el desajuste que existe en estos cambios de una sociedad rural a una sociedad que aspira a ser únicamente urbana. Sin embargo, pobres de solemnidad no hay tantos, y a parte de pedir limosna en la puerta de las iglesias, están más o menos atendidos por la propia iglesia o por trabajadores sociales que muy a menudo tienen que hacer de padre, madre y psicólogo para ayudar a esta pobre gente, unas veces con éxito, y otras no.

Esos pobres de solemnidad son los únicos pobres. El resto no son pobres. Las personas bien vestidas que piden en las esquinas, que tienen elaborados letreros, los discapacitados bien vestidos y peinados que piden por los buses, las madres de familia con niños, y demás corte de vendedores ambulantes en los buses y las esquinas de los semáforos, los ancianos-anzuelo sentados a la puerta de hospitales, centros comerciales, o en medio de pasos de peatones, y una larga lista de casos similares, no son pobres: son el producto de un sistema excluyente, de una sociedad que no reparte equitativamente su bienestar, de unos "ciudadanos" pasivos, abandonados a la desidia y el egoísmo. Son parte del producto resultante del sistema económico-social que vivimos, llámese capitalismo o neoloberalismo u otro eufemismo cualquiera creado para disfrazar la misma cosa.

Si miramos dentro de cada una de estas personas que acabo de sacar de la categoría de pobres nos encontraremos con personas como nosotros, que por culpa de las malas inversiones de la banca privada y la corrupción de los gobiernos, perdieron su empleo y con este su dignidad. Personas que fueron estafadas por los propios bancos y perdieron su casa, personas a las que unas leyes "hechas para los bancos" les echaron de sus casas. Gente que no consigue un empleo digno porque nunca tuvo la oportunidad -y en muchos casos sigue sin tenerla- de estudiar y poder prepararse, personas excluidas por condiciones de raza o sexo (sí todavía a estas alturas, en el siglo XXI) o por su origen social, trabajadores mal pagados por empresas "que sólo buscan su crecimiento" o por el mismo estado, emigrantes expulsados de sus países de origen por guerras u otras violencias externas por el mismo hacer de sus gobiernos que, como el nuestro, en algún momento decidió dejar de considerar a todos los nacidos en su país como ciudadanos y excluir de dicho título la mayor parte de ellos.

Una realidad que poco tiene que ver con la necesidad de obtener unas monedas para procurarse un plato caliente o un sitio abrigado donde pasar la noche, mientras se descuentan hojas en el calendario, sino con la necesidad de recuperar la dignidad humana, esa misma de la que han sido privados, asaltados, vilipendiados por la propia sociedad. Difícilmente vamos a ayudar a esta gente, pues, con un puñado de monedas diarias. Todo lo contrario: lo único que conseguimos es perpetuar una situación de degradación para estas personas, y con ello nos convertimos en cómplices e incluso verdugos de este sistema que vivimos y apoyamos.

¿La solución? Bien sencilla: guárdate tus monedas. Acompaña a estas personas a los tantos centros sociales, comedores, oficinas de ONGs, iglesias y otras instituciones privadas (y cada vez menos, por desgracia, públicas) donde estas personas puede acudir para recibir apoyo, lugares a donde muchas veces no van por pura vergüenza. Sal a la calle a manifestarte en apoyo de aquellos que se han quedado sin nada, ni siquiera la culpa. Organízate en tu barrio, en tu trabajo, y exige mejoras laborales. Anula todos tus planes de pensiones y otros productos financieros engañosos y busca a esa otra "banca ética" que sabes que está ahí, ve a votar orgullosamente y sin miedo y manda fuera de congresos y asambleas a todos esos políticos mentirosos y corruptos que sólo saben repartir limosna para perpetuar el sistema perpetuarse en el poder. Tiende tu mano, abre tu casa, comparte tu plato con aquel que hoy no tiene y en ese compartir comparte no sólo la necesidad de ofrecer ese alivio urgente al hambre, sino también tu vida, tus fuerzas, tus conocimientos, para que esa persona que hoy está excluida no encuentre mañana barreras.

En ese proceso él recuperar su dignidad y también tú, y todos nosotros que nos hemos convertido en indignos ciudadanos y seres humanos al hacernos cómplices pasivos de esta terrible situación, dejando de ser personas para ser ambulantes máquinas expendedoras de calderilla.

Los rostros creados de la pobreza

En la pared hay una fotografía de un grupo de indígenas kichwas, en alguna comunidad perdida en la selva de Sucumbíos, allá por los años 30 del s. XX. Están posando delante de una frágil casa de madera, con cabello largo y enmarañado, peinado para la foto pero con aspecto sucio, sus ropas pobres, pies descalzos... El espectáculo es desolador. Rápidamente vienen a mi mente las imágenes de esos niños de escuela de los pueblos de la España profunda a principios y mediados del siglo pasado, las imágenes de los inmigrantes europeos en alguna ciudad de Estados Unidos, a finales del XIX, o las colas del paro y hambre durante la gran depresión. La imagen de ese mendigo salido de una novela de Charles Dickens caminado por los charcos de un París revolucionario, la cara de la miseria.

Unos centímetros más allá, en la misma pared, veo una foto coetánea a la de esos pobres indígenas kichwas, en este caso son un grupo de indígenas Secoya: majestuosos, de pié, con su rostro serio y pintado, su túnica lisa bien puesta, su sencilla corona de plumas. No visten con más lujos que los kichwas, salvo por el hecho de haberse puesto su traje típico. Están descalzos y el fondo de la foto es el mismo: un pedazo de selva con algunas casas de madera al fondo. Y sin embargo, esta foto no me transmite la pobreza y el abandono que veo en la imagen de los kichwas. ¿Vivirían mejor? ¿Será quizá la fotografía de uno de esos artistas-aventureros norteamericanos o europeos que retrataron durante décadas la selva con imágenes perfectas que bien podrían ser el producto de un estudio fotográfico?

Pienso durante un largo rato, repaso las fotos. Se que la respuesta a las dos últimas preguntas es no, pero tampoco eso me desvela el misterio, hasta que, de pronto, mis ojos se cruzan con los ojos de esas personas en las fotos. Observo con terror sus rostros, su mirada. Una mirada cabizbaja, sin fuerza, unos ojos sin luz en los rostros de los kichwas; una mirada al frente, segura, llena de fuerza en los rostros de los Secoyas. Ahí está la diferencia. ¿Y por qué? ¿A qué se debe esto? A un simple hecho: los kichwas han sido siempre un pueblo conquistado, oprimido, sometido; los Secoyas se mantuvieron siempre fuera del yugo español, de la conquista, de la presión de las haciendas o los caucheros, vivieron siempre libres en su selva.

Siempre nos han dicho que esos rostros desamparados, sucios, despeinados, vestidos con ropas ajadas por el tiempo, son los rostros de la pobreza, del hambre, y que la solución y el cambio llega con el progreso: España progresó, la gente tuvo más dinero, y mató el hambre y su rostro cambió. Cuán falsa es esa visión de nuestra pobreza que nos venden. No hay rostros de hambre: sólo hay rostros de opresión. Lo que libera al hombre de sus penurias no es una mejora en sus condiciones económicas, sino la entrega de su libertad: la capacidad de poder pensar por si mismo, de poder elegir. Lo que sacó a mis abuelos de la pobreza del campo español no fueron las innovaciones tecnológicas fruto de una revolución industrial que llegó tarde y mal, ni una reforma agraria nunca realizada en todos su términos, si no el acceso a la educación, el acceso a poder participar en el gobierno de sus ciudades y países, la capacidad de poder organizarse en sindicatos u otras asociaciones, a saber que pueden exigir y reclamar, porque es suyo, un mejor modo vida, que no deben nada a nadie por esa mejor vida: es su derecho como seres humanos.

Lo que acaba con el hambre no es el progreso económico sino ese largo camino que comienza aprendiendo a leer y escribir y que termina en el reconocimiento de los unos a los otros como iguales.

martes, 3 de noviembre de 2015

De las casas habitadas por las mujeres

Una casa acogedora, limpia y cuidada. Detalles en las mesas, en los rincones. Pequeños gestos hechos por manos invisibles pero que no pasan desapercibidos al ojo de visitante esporádico.
La armonía del paisaje, el silencio sólo roto por el canto de pájaros he insectos que acompañan armoniosamente la estancia, el jardín, que dan la vida y la bienvenida a ella.
Unos ojos que saben observar y comprender, uno oídos dispuestos a escuchar, unos labios de los que brotan palabras para acompañar, acoger. Unas manos que saben abrazar y calmar.

Me pierdo en los detalles y me embriago de la paz que me transmite este lugar cada vez que vengo. Y me siento humilde y agradecido de ser parte de esta familia. No hay grandes lujos, no hay nada material distinto a lo que vivo en mis otras vidas en mis otros lugares de residencia, y sin embargo, aquí hay algo especial, algo que mantiene este lugar vivo, en pleno crecimiento armónico con todos los seres que forman parte de él.

Uno no se da cuenta de qué es hasta que se deja llevar y ser parte de él. Hasta que sin temor se sienta y comparte un almuerzo y observa esos rostros y junta sus manos con esas manos para ayudar y dejarse ayudar. Entonces se encuentra con esos espíritus de mujeres, esas seis mujeres que con cariño y decisión cuidan de esta casa y de todos cuantos vienen.

Son tres, cinco, seis mujeres; la familia cambia, crece. Mujeres que decidieron continuar un sueño contra viento y marea, que ante un giro tremendamente machista de la sociedad institucional en la que viven no flaquearon y se mantuvieron firmes cuidando la casa, haciéndola crecer. Aunque este lugar surgió como un proyecto inter-comunitario, el destino las dejo cargando el peso a ellas solas, y hoy día tengo la sensación de que en esa soledad han construido algo que sus iguales masculinos nunca hubiesen pensado que podía ser posible, que no hubiese sido posible si ellos estuviesen aquí. Tengo la sensación de que no hacen falta hombres aquí; y no me siento excluido tampoco.

¿De qué hablo?, me podéis estar diciendo. Hablo de un lugar llevado por mujeres liberadas, que han sabido lograr esa liberación en comunidad y consenso, en un mundo donde la mujer liberada se apodera y ejerce todos esos autoritarismos que critica al hombre, estas mujeres han sido capaces de liberase librándose incluso de ellos, y de continuar caminando sembrando este ejemplo de sencillez y de comunidad donde quiera que van.

Aquí no hay cabezas. No hay aristas. Todo se pule y se mezcla en el círculo que forman estas casas y sus moradores. Un círculo permeable, del que es muy fácil ser parte, una vez que uno se despoja de su ser preconcebido y aprende a verse y reinventarse en los demás, a escuchar y ser escuchado, a sentirse bien consigo mismo y con la naturaleza.

Vengo aquí cada vez que puedo, a recuperar energías, a compartir vivencias. A beber de la fuente y retomar el camino, aunque aquí no hay fuente mágica, no hay energías invisibles en conjunción con las estrellas. Hay humanos, personas, que son las que le dan siempre la magia a los lugares. Por eso sé siempre que volveré a ese abrazo, a esos brazos tendidos, y que tenderé una vez más, los mios.