El ir y venir luchando por las cosas más queridas, sin bien nos gasta las manos, nos deja abierta la vida.
- Víctor Jara

lunes, 28 de junio de 2010

García

Les voy a contar un cuento. El protagonista es el Sr. García. García tiene el apellido más común, más numeroso en España. En la Edad Meida era nombre, ahora es sólo ya apellido.

García crecío en el Estado de Bienestar español. Pudo procurarse una buena educación, y un trabajo digno, gracias al esfuerzo de sus padres (que también llevaban por apellido García). Cuando García era pequeño, estudiaba en las escuelas nacionales, donde no tenía que pagar nada, salvo los libros de texto -que heredaba de su primo y a su vez él cedía a su hermano pequeño-, los cuadernos y los lápices. Luego García creció, y fue a la universidad pública, donde estudió una buena carrera, sólo tuvo que pagar las tasas de matrícula, consiguió una beca para el alojamiento en el Colegio Mayor, allá en la gran ciudad. Cuando terminó su carrera, García se presento para unas oposiciones, y las aprobó, y consiguió plaza, el otra punta de España. Le costó salir de casa, le costó decir adiós, y le costó el billete de tren, pero se alegró al descubrir que, lejos de su casa, seguía con su gente, con más y más Garcías como él.

Hoy día García tiene un trabajo. Ya no sabe si es un buen trabajo o no. Lo fue, pero ahora ya no está seguro, ahora sólo es un trabajo. García tiene también dos hijos, que se apellidan como él, García. Y son buenos hijos, eso García sí lo sabe, porque los hijos de uno siempre son buenos.
La vida de García es, normal, parecida a la de sus vecinos, a la del Sr. Fernández, que aunque tiene un apellido distinto, y es un poco más alto, en el fondo, es igual que García. Mirando a sus vecinos, no ve motivo de queja, todos hablan de lo mismo, se quejan de lo mismo, beben lo mismo en bar. Pero hay algo que le quita el sueño a García. No consigue descansar tranquilo. Son sus hijos.
No, no se han vuelto malos ni rebeldes los hijos de García, por lo menos, no más rebeldes que los hijos de Fernández, o que el propio García cuando tenía la edad de sus hijos. En realidad, no son sus hijos los que le quitan el sueño a García. Son los números. Los números y cifras que representan el futuro de sus hijos. Gracía se pasa el día haciendo números, cuentas y más cuentas, para llegar a fin de mes, para comprar los libros de texto de su hijo pequeño, para pagar la pensión en la universidad a su hijo mayor; y cuando llega la noche, García sigue haciendo cuentas y más cuentas en sueños, hasta que la mujer de García le da un codazo a su marido y luego le besa.

García se pregunta si su padre también tuvo que hacer tantos números y cuadrarlo todo para llegar a fin de mes. Incluso se lo ha llegado a preguntar realmente a su padre, hoy abuelo García, que le contesta que sí, aunque aquellos eran otros tiempos.
En verdad eran otros tiempos, piensa García. Y recuerda sus años de niñez y juventud, y los compara con los tiempos que corren ahora, y encuentra cosas que no comprende, que no le gustan:
Cuando era pequeño, su padre sólo tenía que pagar algunos cuadernos pautados o cuadriculados y algún que otro libro de texto que no conseguía prestado de algún familiar o amigo. Hoy día García tiene que comparar un montón terrible de libros de texto, cuadernillos de deberes, y mi y un cachibaches más para su hijo que estudia en el colegio. Y todos los años igual: no valen los libros de otros años, porque los cambian todos los años por otras ediciones distintas, o porque los ejercicios del libro ya están todos hechos. ¡Cuando el era pequeño, nadie escribía en los libros de téxto! Los ejercicios, los dictaba el maestro, se hacían en el cuaderno, el libro era para estudiar, y se mantenía lo más cudiado posible para que el año próximo le sirviese a algún familiar o conocido.
Piensa también García en la clase de su hijo: más de la mitad son estudiantes con problemas a los que le cuesta aprender, que vienen de entornos conflictivos Piensa en el pobre maestro desmoralizado que ya no saber cómo avanzar, y con los últimos recortes, cada vez hay menos medios y menos interés por parte del gobierno.
Hubo un tiempo en que García llevó a su hijo a un centro concertado: allí había más orden, más preocupación... pero los costes eran mayores: el uniforme, esto y lo otro... No podía permitirse esos gastos adicionales. Ahora le da rabia. Le da rabia esa discriminación: funcionan con dinero público, pero no admiten (extraoficialmente) alumnos lentos: todos los problemas para la escuela pública. Al final, el que quiera una buena educación, se la tiene que pagar. Recuerda con impotencia García cuando él era niño, y los maestros de las escuelas nacionales imponían orden y respeto y se preocupaban con cariño de todos sus alumnos, lentos o avispados. No había diferencia alguna entre la escuela pública y el colegio privado donde iban los "niños bonitos", incluso se decía que la escuela pública era mejor, porque en los colegios privados hacían la vista gorda y les "inflaban" las notas.

Qué tiempos. Parece que todo se ha vuelto del revés, piensa para sí mismo García, mientras sigue preocupado y busca cómo ayudar a su hijo él mismo, pues no puede pagar tampoco clases particulares, y mientras suma y vuelve a sumar su ahorros mensuales para pagar los estudios de su hijo mayor en la universidad: ¡Acaba de llamarle que ahora tiene que pagar un máster para poder aspirar a ser profesor! ¡Dentro de poco cobrarán la carrera entera! piensa García.
Cada día una preocupación más. Garcia no se opone a que mejoren las cosas, a que la educación sea más completa y global, pero ¿por qué la tiene que pagar él? ¿Para qué está el estado? No cree ser un radical, ni un pasado de moda por pensar así, como le dice un conocido que ahora está metido en política. No, de eso sí está seguro García: no es un radical, simplemente ve las cosas desde abajo, mirando y pensando en el futuro de los suyos y de los que son como los suyos.

Y en absorto en esos pensamientos, un día más acaba, sin darse a penas cuenta. Son ya las 8 y media de la tarde, y aunque ya es el mes de Junio, sus hijos están a punto de acabar el curso, y ya se ven presonas en mangas de camisa, García camina hacia su casa, con las manos en los bolsillos de su pantalón, mientras una fría brisa se cuela entre los botones de su camisa. Siente frío. No sabe ya si es el tiempo, que también parece haberse vuelto del revés, o son los años, y el miedo al futuro que llega con la vejez.
Entre sueños, camino de casa, García ve el futuro del hijo de su amigo el político: disfrutando en una casa grande, con unos enormes jardín y piscina, tranquilo, criando hijos que viviste elegantes, y van a elegantes colegios y universidades, sin preocupaciones, pues sabe que a final de mes las rentas, el banco, las inversiones, pagarán todas las facturas y aún quedará dinero de sobra para unas elegantes vacaciones de lujo.
Saude la cabeza, con rabia. García no quiere eso. No. El quiere la tranquilidad de una vida sencilla, en la que no falte nada, pero tampoco sobre. Sabe bien a donde conducen los caminos de la codicia. Pero tampoco quiere ver a su hijo en algún trabajo mal pagado, viviendo en algún piso pequeño, pagando elevados alquileres, sin apenas poder ahorrar, esperando la oportunidad de que llegue ese "trabajo mejor". Y sus nietos, ah, sus nietos. ¿tendrá nietos García? Cree que sí, pues los niños es la única alegría que aún queda en la tierra, piensa García, pero ¿merecerá la pena tener niños, si no se les podrá pagar una educación, si, en la desesperanza de ver en unos pocos lo que no pueden tener, no acabarán malviviendo por las calles, metidos en mil y un problemas? Ah, algo se inventarán los políticos para tenerlos contentos y satisfechos, patatas y pan insípido para llenar los estómagos vacíos, y algún otro torneo de fútbol para ocupar mentes estériles. Pero, ¿es eso justo? piensa García.

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